Bangkok

Hasta ahora aunque habíamos visitado varios países asiáticos, sobre todo China por una hija residente en Shanghai, nunca habíamos estado en Tailandia, uno de los destinos más populares entre los españoles. Y nuevamente fue nuestra hija quien nos animó a hacer este viaje para conocer Chiang Mai, en donde piensa establecerse ahora. Nos dejamos convencer y guiar por ella, así que en aceptamos el itinerario que nos propuso para visitarla en noviembre de 2015: tres días Bangkog, una semana en una de las islas del Sureste del país y el resto del tiempo en Chiang Mai, la llamada “capital del Norte”.

El viaje empezaría a principios de noviembre, buen momento climático porque en principio acaba ya la época de lluvias -que llega precisamente hasta noviembre- y bajan un poco las temperaturas haciendo más agradable la estancia para los que no soportamos temperatura alta además de humedad. Sin embargo el tiempo no siempre es predecible al cien por cien. Así que en Kho Phangan, la isla en donde estuvimos, todavía estaban en época de lluvias y en Chiang Mai la temperatura era superior a la esperada para la época.

Habíamos decidido viajar con la Thai, a pesar de que había suspendido el vuelo directo desde Madrid. Nos habían dicho que era una buena compañía, con asientos algo más confortables que otras, unido a la amabilidad que se supone a los tailandeses y que es una realidad. El viaje de ida vía Frankfurt (vía Múnich a la vuelta) con Lufthansa se complicó ya en Madrid con un retraso de más de tres horas que estuvo a punto de impedir el enlace en Frankfurt. Al final pudimos hacer la conexión, ya por los pelos, pero no con la Thai sino con Lufhtansa que salía una hora más tarde. Aparte de ese incidente el resto bien y aunque los asientos eran incómodos el equipaje llegó con nosotros, lo que siempre supone un alivio.

Bangkok es una más de las megalópolis asiáticas, inmensa, superpoblada, llena de contrastes, saturada de tráfico y contaminación. Sin duda con atractivos aunque -desde mi punto de vista- menos interesante que Shanghái, Tokio, Hong-Kong e incluso Hanói. Como en todas ellas conviven tradición y modernidad, pero sin la espectacularidad de Shanghái ni el caos de Hanói. Tiene sin embargo esa actividad frenética propia de Asia en donde la vida se hace en la calle, deficientes equipamientos, como los cables aéreos que cuelgan en inmensas madejas por encima de las cabezas de los transeúntes incluso en los barrios modernos, escuetas aceras, falta de semáforos, o un trasporte público lento saturado por el tráfico.




Afortunadamente existen dos soluciones de transporte alternativas: el metro y el río que atraviesa la ciudad, excelente para utilizarlo como medio de desplazamiento de norte a sur, tanto en los barcos para turistas -naturalmente más caros y más cómodos- como en los utilizados por los propios tailandeses.



Durante el paseo por el río Chao Phraya -más bonito de noche que de día porque sus aguas tienen un tono marronáceo nada atractivo- pueden verse los lugares más monumentales de la ciudad, a un lado el impresionante conjunto del templo Wat Arun, desgraciadamente ahora cubierto de andamios por restauración y casi enfrente el otro conjunto majestuoso del templo Wat Pho, el más antiguo de la ciudad, en el que se encuentra la sorprendente imagen del Buda reclinado, inmenso y dorado.




Para entrar en cualquier templo, incluso para cualquier interior en general, hay que descalzarse (así que conviene llevar calzado que se quite y se ponga fácilmente) y llevar además ropa adecuada, no muy corta ni escotada. Entre los distintos elementos del conjunto que forma el Wat Pho llaman la atención los pináculos o “chedis” trabajados con una especie de filigrana de terracota esmaltada y decorada con infinidad de motivos de gran vistosidad. Eso sí, con muchos turistas, tanto aquí como en el Palacio Real que está bastante cerca
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Además del paseo por el río Chao Phraya, en cualquiera de las estaciones fluviales te ofrecen también los paseos por los canales en barcas de madera que se internan, sorteando las esclusas, en espacios inesperados en una megalópolis como Bangkok: toda una zona de la ciudad construida sobre el agua. Son palafitos de madera muy modestos, aunque no tan pobres como en Camboya, a poca distancia de los hoteles de las grandes cadenas internacionales  situados un poco más al Sur, frente al río y frente a la ciudad vieja.




Hay también otra zona de buenas cadenas hoteleras en el barrio de Sukhumvit, en la zona moderna de la ciudad. Pero yo creo que tiene más encanto el río con su constante actividad y el skyline de esta parte de la ciudad reflejándose en él. Porque las vistas sobre el río son muy bonitas, sobre todo al atardecer, desde la parte Este, viendo ponerse el sol con el templo Wat Arun enfrente. Nuestra hija nos llevó a través de tortuosos callejones a un lugar para iniciados, muy recomendable para las puestas del sol, el hotel River View Guest House, pero como había mucha gente, fundamentalmente un público joven, al final acabamos cenando cerca de allí en un pequeño restaurante de los muchos que hay en este lado del río -dentro de la ciudad vieja- todos con terrazas de madera desde donde se tiene una vista privilegiada, primero de la puesta de sol, y después de las siluetas de los barcos reflejando sus formas iluminadas por bombillas en las aguas ya oscuras. Un vaivén constante y tranquilo que distancia y relaja.


La comida es sabrosa, aunque hay que tener cuidado con las especias picantes porque puede resultar excesivo para un paladar europeo y los precios son siempre asequibles, incluso en Bangkok en donde son más caros que en el norte. Como curiosidad, en este pequeño restaurante en el que cenamos -Samsara- el camarero, al enterarse de que éramos españoles, nos empezó a recitar los títulos de las películas de Almodovar, con fechas y actores, acordándose especialmente de un Banderas joven, encantado de poder compartir su afición con nosotros. Y al día siguiente volvimos a comer en otra terraza de la misma zona, en lo que llaman la isla Rattabakosin, porque está rodeada por el río y por los canales. El restaurante -Sala Rattabakosin- muy bien puesto y con muy buenas vistas sobre el río.

Y para los fanáticos de las puestas de sol (nuestra hija lo es) no hay que perderse la terraza del Hotel Marriot en Sukhumvit, zona moderna de edificios altos, algunos rascacielos, y bastantes hoteles de cadenas internacionales. En el Marriot hay que coger el ascensor hasta el piso 45 y cambiar de ascensor para subir otros tres pisos más. En el último piso hay una cafetería con una vista sobre la ciudad de 365º. Si se tiene suerte y se coge una mesa antes de las 18h. en el último piso del Marriot (también hay cafetería en el piso 45 pero no es lo mismo) se puede, primero asistir a la puesta de sol sobre la ciudad, y después ver cómo se va iluminando poco a poco con luces que llegan hasta el infinito. Desde aquí se es consciente de su enormidad, una capital que crece y crece cada día como nos decía Víctor, un español que mi hija conoce y que abrió un pequeño establecimiento en Chinatown -“El Chiringuito”-. Víctor conoce la ciudad desde hace muchos años y nos decía cómo va cambiando a pasos agigantados, casi irreconocible de un viaje a otro cuando todavía no se había establecido definitivamente en BKK, exceptuando -decía él- esa parte de la ciudad en donde abrió su negocio que además, con un espíritu emprendedor, está ampliándolo a alojamientos turísticos en la misma calle que el Chiringuito (calle Nana) en donde se puede beber sangría y comer tortilla de patata, entre otras cosas, en pleno corazón de BKK, en el Barrio Chino, que a su vez forma parte de la ciudad antigua.



Porque como en casi todas las megalópolis asiáticas, son muy fuertes los contrastes entre la ciudad antigua, sobre todo en Chinatown, con su actividad frenética, llena de tenderetes, comercios, puestos callejeros, comida en la calle, olores, estrechos callejones repletos de vehículos. Al final nos dejamos atraer por el ambiente y acabamos cenando en la calle, como cualquier lugareño, en uno de los restaurantes más apreciados del barrio. Pero, a pesar de ocupar toda la acera,  no fue fácil conseguir una mesa, había que apuntarse en una lista y hacer cola hasta que quedaba alguna libre. La comida no estuvo mal y el precio baratísimo. 





Aunque uno se acaba acostumbrando no dejan de resultar sorprendentes estos contrastes tan acusados entre los barrios antiguos y las zonas modernas como la zona de Siam con su centro comercial de aire europeo, o la de Sukhumvit que parecen pertenecer a otro mundo, o la zona que rodea al parque Lumphini. Y, curiosamente, no por ser tan distintos se excluyen, al contrario son complementarios y contribuyen tanto al color local como al exotismo de la ciudad.



Cerca de la zona de Siam se encuentra otro de los lugares que suele visitarse en BKK, la casa-museo de Jim Thompson, arquitecto americano de principios del siglo XX que se estableció en Tailandia y se interesó por el cultivo de la seda. Su casa tiene el interés de ser en realidad un conjunto de seis edificaciones tradicionales en madera de teka que él hizo desmontar y volver a montar en el que sería su domicilio en BKK. En este momento es una especie de museo, se visita con una guía que explica las distintas dependencias y las actividades del antiguo dueño, de intrigante vida y aún más misteriosa desaparición. El conjunto es muy bonito y permite además ver de cerca la arquitectura tradicional rodeada de exuberante vegetación. Tiene, además de tienda, en donde venden productos fundamentalmente de seda con su marca, una cafetería muy agradable al lado del estanque en donde se puede tomar un refresco e incluso comer en un marco lleno de exotismo. Completa el exotismo del lugar las danzas tailandesas que, de tanto en tanto, ejecutan jóvenes  vestidas con trajes tradicionales siguiendo la música con movimientos suaves y acompasados.




Otra de las visitas obligadas en BKK son generalmente sus mercados. La ciudad es famosa por la cantidad de mercados que tiene y que suponen un atractivo importante para muchos turistas. Nosotros sólo estuvimos en el mercado de las flores porque tres días no dan para mucho. Pero este mercado que está abierto durante toda la noche, sí merece ser visto por su originalidad y colorido: miles de flores de todos los colores destinadas fundamentalmente a un mercado interno. En los cientos de puestos, mientras esperaban al cliente, los vendedores componían con una destreza admirable las guirnaldas que después cuelgan en todo tipo de templos, tanto los principales como los pequeños altares que se ven en las calles o en las casas. Religiosidad y sentido estético van unidos en ese país.



Siguiente etapa: Koh Phangan