San Petesburgo

Las capitales rusas eran desde hace tiempo una asignatura pendiente en nuestros destinos. Pospuestas por unas razones u otras no nos decidimos a conocerlas hasta julio de 2016 con un viaje de una duración de nueve días en total. Aunque no es precisamente lo que nos gusta hacer, esta vez optamos por un viaje organizado (de “Premier Club”) teniendo en cuenta las dificultades del idioma, la opacidad del alfabeto cirílico y la enormidad de Moscú y San Petersburgo, difícilmente abordables en una visita individual y de pocos días.


Importantísima la situación de los hoteles en estas macrociudades. Afortunadamente los nuestros, Novotel en San Petersburgo y Marriot en Moscú, estaban muy céntricos. El primero al lado de la Avda. Nevski y el segundo muy cerca del Kremlin y la Plaza Roja, lo que nos facilitó los desplazamientos una vez terminadas las visitas organizadas, generalmente demasiado prolijas en anécdotas sobre la vida de los zares o sobre las leyendas de los santos. A cambio un autobús nos llevaba a todos los sitios a la hora concertada, acompañados por un guía de habla hispana, conveniente en este país inabarcable, por su extensión, su geografía, su diversidad étnica, su historia, su protagonismo en los acontecimientos más importantes del siglo XX y tantas otras cosas. Curiosamente del siglo XX nuestros guías únicamente hicieron alusión al cerco de Leningrado y a los millones de víctimas en la contienda nazi presente en muchísimos monumentos, pero pasaban de puntillas sobre la revolución de 1917, sus consecuencias y su trascendencia.

El circuito comenzó en San Petersburgo, la ciudad de sucesivos nombres: Petrogrado, Leningrado y ahora nuevamente el antiguo y sonoro nombre de San Petersburgo, aunque los petersburgueses le quitan el San llamándola únicamente Petersburgo. La ciudad fue creada de la nada, nunca mejor dicho contra viento y marea, por Pedro el Grande -el zar viajero- a principios del siglo XVIII. El lugar elegido -una zona pantanosa frente al Báltico, llena de mosquitos, en la desembocadura del río Neva- no parecía el más indicado. Pero Pedro, a la manera de Amsterdam que había conocido en sus viajes por Europa, consiguió levantar una  primera fortaleza en una de las numerosas islas del golfo y desde allí ir construyendo esa ciudad que nació con vocación de capital porque pronto Pedro el Grande decide abandonar Moscú para instalarse en San Petersburgo. Con él toda la corte y la nobleza levanta sus palacios en las orillas del Neva o de los canales que se van formando poco a poco, dando lugar a un urbanismo trazado con tiralíneas de una enorme suntuosidad, un poco repetitivo y relativamente reciente.

La ciudad nace pues en la isla de Petrodrádskaya, en donde Pedro el Grande en 1703 levanta esa fortaleza de madera, pero hasta la construcción del puente de la Trinidad que la unía con el continente la isla estuvo poco poblada. Hoy en día la fortaleza de Pedro y Pablo es visita obligada, con la catedral de San Pedro coronada por cúpulas doradas y la afilada aguja amarilla dirigiéndose hacia el cielo perterburgués que es la imagen característica de la isla. Rematada por una veleta en forma de ángel, fue durante mucho tiempo el punto más alto de San Petersburgo. En el interior de la iglesia, profusamente adornado dentro del más puro estilo barroco y bastante lejos del estilo ruso tradicional, mucho más contenido, encontramos abundancia de oros, lámparas, frescos, mármoles, etc. que rodean las tumbas de las familias imperiales, incluyendo ahora las de los últimos Romanov, reposando en sarcófagos de mármol blanco. Hoy la fortaleza está rodeada de una muralla de piedra en la que se abren dos puertas, la del Neva de estilo neoclásico y la de Pedro de estilo barroco. Aparte de la catedral, dentro de la fortaleza hay varios museos, incluso calles y plazas, pero también las celdas en las que fueron recluidos presos políticos considerados enemigos del Estado en los distintos momentos históricos (los lideres “decembristas” de 1825, Dovstoiesvski, Kropotkin, Trotski, miembros del gobierno provisional de Kerenski, grandes duques de la familia Románov…). Además en la isla permanece amarrado el crucero “Aurora”, que con un disparo de cañón dio la señal de asalto al palacio de invierno el 25 de octubre de 1917.








San Petersburgo es fundamentalmente agua, islas, palacios barrocos o neoclásicos (muchos de ellos destinados ahora a funciones administrativas gracias a las expropiaciones de la época soviética), puentes, edificios señoriales, teatros, museos, iglesias de cúpulas bulbosas y achatadas, muchas de ellas doradas porque, como nos decía Katia -nuestra guía de Moscú- “a nosotros los rusos nos encanta el oro”. Y efectivamente el oro es el elemento decorativo que está presente tanto en interiores como en exteriores, en iglesias o en palacios. Cúpulas recubiertas enteramente de láminas de oro, como la catedral de San Isaac, enormes salas palaciegas con un sinfín de grecas doradas en el más puro estilo barroco o flechas doradas apuntando al cielo visibles desde muchos puntos de la ciudad como la flecha del Almirantazgo o la flecha de la catedral de San Pedro y San Pablo. Dorados también en los iconos de estilo bizantino que completan el iconostasio, especie de pared que separa en dos las iglesias, una para los fieles y otra para el sacerdote durante la liturgia. Algunos de ellos semejan cortinajes de oro como en San Isaac o en San Pedro y San Pablo, pero otros, los más bonitos como en las catedrales del Kremlin, están compuestos de varias filas de iconos que narran la vida de Jesús instruyendo a los fieles sobre los aspectos religiosos.





Es una ciudad para callejear o para contemplar desde el agua, recorriendo sus canales en uno de los numerosos cruceros que salen del canal Fontanka, cerca del puente de Anichkov, continúan por el Moika y llegan al Neva, ancho como un mar y plagado de islas. Las mayores -Vasilesky y Petrogradskaya -enfrente del Palacio de Invierno de históricas resonancias-, están unidas al continente, la segunda por el puente de la Trinidad -el mayor de todos-  y por el puente del Teniente Schmidt, la primera. Durante el recorrido se pueden admirar los palacetes adornados con columnas, frontones, cariátides, esculturas y demás elementos arquitectónicos en colores más bien claros, ocres, amarillos, beis, rosa… Todos respetando la misma altura, lo que le da un aspecto de falsa uniformidad porque en realidad cada fachada, observada de cerca, es diferente, pero todas ellas, sobre todo en la Avda. Nevski,  muestran la riqueza de las clases poderosas y del abismo que debió existir entre las gentes que habitaron aquellas  mansiones y los campesinos, atados a la tierra hasta que Alejandro II les concediera la emancipación en 1861.






También las iglesias son relativamente recientes. Algunas, como la catedral de San Isaac o la llamada  Iglesia de la sangre derramada son en exceso ostentosas: mármoles, lapislázuli, malaquita, oro, mosaicos, lámparas… en un derroche de decoración propio de un barroco tardío y recargado en San Isaac.






Y de inspiración tradicional rusa la Iglesia de la sangre derramada (levantada en el lugar en donde una bomba acabó con la vida del zar Alejandro II en 1881 y cuya construcción no acabaría hasta un cuarto de siglo más tarde), recubierta de frescos multicolores en el interior y de mosaicos y azulejos en el exterior, rematando sus capillas con cúpulas de cebolla de estilo ruso cubiertas con esmaltes de joyería de atrevidos colores llamativos que recuerdan a la catedral de San Basilio en Moscú.




Hay otras dedicadas al culto, con una atmósfera muy diferente, escasa luz, más austeras aunque siempre decoradas con delicados iconos de tradición bizantina. Con suerte se puede asistir a una parte del culto con una ortodoxia mucho más tradicional que la iglesia católica (los fieles deben permanecer siempre de pie, se persignan varias veces seguidas, hacen chocar sus cabezas contra elementos litúrgicos como cruces, iconos, reliquias…) pero siempre recatadamente: pantalón largo para los hombres, hombros y cabeza cubiertos para las mujeres, aunque esto último no es indispensable.




Si hay una calle importante en San Petersburgo esa es la avenida (o Perspectiva) Nevski, calle comercial por excelencia ya durante el siglo XVIII. Majestuosa, bulliciosoa y de anchas aceras, parte del Almirantazgo para extenderse a lo largo de más de cuatro kilómetros en los que se alternan bellos edificios , puentes que cruzan canales, la catedral de nuestra señora de Kazán,  de estilo italianizante, con dos columnatas semicirculares y cúpula renacentista, cafés antiguos como el Café Literario que recrea una atmósfera decimonónica con un Alejandro Puschkin sentado en una de las mesas de la planta baja, comercios de todo tipo, la galería comercial Passazh, edificios modernistas como la Casa Singer o los Almacenes Yeliseev en donde además de comprar productos selectos se puede comer o cenar, tanto en la planta principal como en el sótano o la primera planta, con una carta pequeña pero bien escogida.







Y, naturalmente, quien habla de San Petersburgo piensa siempre en El Ermitage, el inmenso museo de las colecciones acumuladas por Catalina La Grande construido en el más puro barroco ruso. Para poder visitar todas las salas serían necesarias semanas de estancia, así que en visitas rápidas hay que ponerse en manos del guía y dejarse llevar por el itinerario marcado por él. El inmenso conjunto que se extiende a lo largo del malecón frente a la fortaleza de Pedro y Pablo tiene en el exterior uniformes tonos verdiblancos, pero en el interior cada salón, cada sala, cada galería presenta su decoración diferenciada predominando, ya desde la espectacular escalera por la que se accede, el estilo barroco muy del gusto de la zarina Isabel,  pasando posteriormente al neoclásico preferido por Catalina La Grande. Sólo con la visita de esta impresionante residencia se comprende el lujo con el que se rodearon los zares: oro, espejos, piedras semipreciosas que decoran paredes, lámparas, mármoles, logias que reproducen estancias del Vaticano, pintura de todos los países y todas las épocas, mesas de  delicados mosaicos florentinos,  puertas de estilo Boulle, parquets de maderas preciosas y dibujos geométricos y todo tipo de colecciones que uno pueda imaginar. 








Pero este conjunto de palacios no son los únicos. Hay muchos más a las afueras de San Petersburgo como el palacio de Catalina en Tsarskoye Seló, enorme, de exterior azul claro y blanco, un tanto pastelero, con doradas cúpulas bizantinas  en uno de los extremos en los que se ubica la iglesia. En el interior encontramos la misma tónica que en el Ermitage, lujo y ostentación, salones inmensos con grecas doradas, estufas recubiertas con azulejos de Delf, el comedor verde en un estilo neoclásico más austero y el famoso salón de  ámbar, cuyos paneles fueron desmantelados y robados por los nazis y posteriormente restaurados a partir de fotografías existentes. Y en torno al palacio un extenso parque de estilo inglés con macizos de flores, estanques y paseos sombreados.







Y para llegar hasta allí atravesamos, a la salida de la ciudad, una gran avenida con edificios de época soviética, construidos en torno a los años cincuenta, de austero estilo estalinista y con algún monumento como recuerdo de la revolución de 1917 y del cerco de Leningrado. Todo muy diferente del casco monumental de San Petersburgo sin duda bello pero quizá en conjunto algo frío, como si fuese más bien el decorado para algún largometraje de época.