Salta y los Valles Calchaquíes

En enero de 2015, prácticamente un año más tarde del viaje a Guatemala, estábamos nuevamente haciendo otro viaje que estuvo a punto de no realizarse. Programado meses atrás para visitar a una de nuestras hijas que ahora vive en Buenos Aires, decidimos pasar por alto todas las dificultades y  mantenerlo para darnos un respiro.
  
Habíamos programado pasar un mes en total, los primeros días en Buenos Aires, después, hacer una escapada a Salta y Valles Calchaquíes, regresar a BA y más tarde pasar una semana en Cariló. Las distancias en Argentina son tan enormes que hay que moverse casi siempre en avión. Volamos pues hasta Salta con Aerolíneas Argentinas en un viaje de dos horas. Habíamos reservado a través de Booking la primera y última noche del circuito en el Hotel Desing Suites muy céntrico y con muy buena relación calidad-precio. 

Salta es una ciudad importante con unos 600.000 habitantes, pero la primera impresión desde el micro que hace el recorrido desde el aeropuerto hasta la terminal de autobuses (aunque después nos llevó hasta nuestro hotel) fue bastante negativa, parecía más bien un pueblón grande y destartalado, y desde luego sin ningún encanto.


Después todo fue matizándose. El centro histórico tiene lugares de interés como la plaza 9 de Julio, antigua plaza de armas de grandes dimensiones, arbolada y rodeada de edificios interesantes como la Catedral neocolonial, de fachada salmón-crema, un tanto pastelera, y un interior tan recargado que resulta inquietante. Alrededor de toda la plaza terrazas en las que descansar un rato, tomar algo y observar el ambiente animado de gente al caer la tarde.





Esperábamos una ciudad más colonial, más del estilo de Cuzco, Antigua o Cartagena de Indias. Pero no, Salta es muy desigual. Las antiguas casonas de estilo colonial están mezcladas con otras modernas, sin ninguna armonía, necesitando además una buena mano de pintura. Quizá por eso resulta más bonita por la noche, con las farolas encendidas, que durante el día. Hay un barrio -el antiguo Barrio de la Estación- que está lleno de lo que llaman “peñas” que son restaurantes en los que además de cenar se puede contemplar un espectáculo de folklore argentino: zambas, chacareras… cante y baile con un delicado juego de pañuelos y ágiles zapateados mientras se cena el típico “asado” o platos regionales como empanadas o humita. Generalmente hay que pagar una cantidad para el espectáculo, además del importe de la cena, pero ninguna de las dos noches nos hicieron pagar, según ellos, ese día el espectáculo era gratis… La primera noche era pronto y nos quedamos en una peña en la que empezaba antes el espectáculo, pero no cenamos bien.  La última noche, sin embargo, era tarde así que fuimos hasta la más reputada –La Vieja Estación- en la calle Balcarce, en donde hace ya mucho tiempo empezó a cantar acompañado de su guitarra un jovencísimo Jorge Cafrune, sobrino del dueño. El espectáculo allí empieza a las diez de la noche. Todo el espacio de la antigua peña repleto de mesas donde se cena codo con codo.  El espectáculo es bueno y se come bastante bien, así que el público estaba divertido y entregado.



Habíamos alquilado un coche (con “Localiza”) para hacer el circuito de los Valles  Calchaquíes. Conviene que sea un coche más bien alto por las dificultades del terreno. Habrá que hacer muchos kilómetros de ruta sin asfaltar, por una carretera (más bien camino) de ripio, con baches, piedras, barro y agua, así que el tipo de coche es importante.
  
La primera parte del viaje transcurre por el Valle de Lerma, una planicie verde rodeada de las montañas de la precordillera, azuladas, con manchas que parecen bolas de nieve enganchadas en sus laderas y que son  en realidad  pequeñas nubes blancas y estáticas. Por allí la carretera es aún buena, de asfalto, recta, atravesando alguna que otra pequeña población.


Nos desviamos para llegar hasta el dique Cabra Corral, un pantano que recuerda al lago Atitlán en Panajachel por el dulce paisaje que lo rodea: un espejo de agua y montículos verdes en sus bordes llenos de vegetación.


Regresamos a la antigua carretera y continuamos hacia la Quebrada de las Conchas. Justo antes de empezar la Quebrada nos encontramos con un lugar curioso y de curioso nombre también: Alemanía, eso sí, con acento. Es ahora un pueblo fantasma que conoció otros tiempos de esplendor a principios del pasado siglo, cuando su estación enlazaba el Valle de Lerma con los Valles Calchaquíes. Su desafección en los años setenta acabó con toda su actividad llenándose de hierbajos y maleza. Con la rehabilitación de la antigua estación se está intentando dinamizar el lugar y que al menos sea una parada para los turistas antes de internarse en la Quebrada.



Una vez en la Quebrada de las Conchas el paisaje cambia, se vuelve rojo por los estratos geológicos horadados por el río. Es una profusión de formas y colores, kilómetros de un paisaje singular cincelado por el agua y el viento que por momentos recuerda al cañón del Colorado.




El río las Conchas, siempre oscuro, a veces de color chocolate, en ocasiones arrastra tanto barro que se estanca, y cuando llueve inunda tramos de la carretera interrumpiendo el paso.




Son kilómetros y kilómetros de paisaje lunar, en planos superpuestos como decorados a ambos lados de la estrecha carretera aún asfaltada pero de difícil firme por la que hay que circular despacio y con atención. Conviene llevar comida para el camino porque entre Salta y Cafayate no hay poblaciones, así que bocadillos, agua y algo de fruta son indispensables. Otra cosa es encontrar un lugar donde comerlos, una sombra en un paisaje desértico, pero al final un milagroso pequeño cobertizo nos permitió protegernos del sol mientras comíamos.




Después de varias horas acabamos de recorrer los 188 Kilómetros que separan Salta de Cafayate, a donde llegamos a primera hora de la tarde. En sólo unas horas habíamos podido contemplar fenómenos geológicos que la naturaleza tardó millones de años en cincelar.



Cafayate es una población pequeña, acogedora pero sin mucho interés, salvo un par de calles, una de ellas con originales murales de temas indígenas, o la gran plaza central en donde se ubican los edificios principales: ayuntamiento, catedral, sencillísima por dentro y por fuera, casonas que ahora son restaurantes, tiendas para turistas, cafeterías con terrazas que se llenan de gente al atardecer cuando toda  la plaza revive.




Lugareños y forasteros se dan cita allí, los primeros más bien ocupando los bancos de la enorme plaza, tan arbolada que no se puede tener una visión general de todo el conjunto, los turistas paseando buscando lugar para cenar o sentados en las terrazas haciendo tiempo para la cena. En esos momentos toda la vida se concentra en la plaza.





Nos alojamos en el Hotel Los Sauces. Una muy buena opción, un hotel agradable con buena relación calidad-precio (salvo el desayuno que fue malísimo) y a dos pasos de la plaza. Habíamos dudado en quedarnos más de una noche, pero no es necesario a no ser que se quieran ver las bodegas y el Museo de la vid y el vino. Al día siguiente visitamos los alrededores que son muy bonitos porque está situada en una planicie llena de viñas en su mayor parte -Cafayate es conocida por la calidad de los vinos que allí se producen y la reputación de sus bodegas- y rodeada de altas montañas de colores pardo-rojizos.



Intentamos antes de marcharnos ir hasta los médanos, dunas de arena finísimas y brillantes que el viento cambia de lugar. Una señora, hija de asturianos (encantada en de encontrar paisanos en aquellos lejanos lugares) nos dijo que no se podía acceder a ellos por el camino indicado, que fuésemos hasta la fábrica de queso de cabra y pidiésemos permiso para pasar por allí porque era el camino más fácil y seguro. No le hicimos caso y, efectivamente, la senda tortuosa oculta entre arbustos estaba cortada por agua y no pudimos pasar.



Así que abandonamos nuestro empeño y empezamos la ruta de los Valles Calchaquíes hasta San Carlos, un pequeño pueblo con importante iglesia y casitas de estilo colonial y la también importante plaza central, reminiscencia -supongo- de la entidad que tuvo esta población llamada la de los cinco nombres. Es la población más antigua de Salta, fundada por Juan Núñez de Prado en 1551, destruida posteriormente por los Calchaquíes, vuelve a refundarse otras tres veces más, la última por los jesuitas que fundaron la Misión de San Carlos Borromeo que le daría el nombre definitivo.




Después de San Carlos la carretera deja de estar asfaltada. Se trata de una carretera estatal que ha adquirido enorme notoriedad, la Ruta Nacional 40, que atraviesa Argentina de Norte a Sur, desde la frontera con Bolivia hasta el sur de la Patagonia, en paralelo a los Andes y a lo largo de más de 5.000 Km., pero que en algunos tramos pasa a ser calzada de ripio y por momentos simple camino estrecho y con pedruscos. Hay que tomarlo con calma porque circular a más de 40Km. hora es difícil.



Aquí el paisaje cambia, se vuelve más desértico, árido, cadenas de montañas rocosas erosionadas por la acción del viento y el agua, formas caprichosas, otra vez paisaje lunar en torno al río Calchaquí de aguas espesas y color dulce de leche que cuando llueve -y ocurre bastante a menudo en los meses de verano- se pone bravo e inunda la carretera que lo atraviesa en muchos tramos, por eso a veces está cortada y no se puede pasar. Antes de empezar el camino hay que enterarse siempre del estado de la ruta y de las previsiones del tiempo para evitar sorpresas desagradables.



Y en medio de esta tierra inhóspita aparecen minúsculas aldeas, cuatro o cinco casas construidas con ladrillos de adobe, un horno de pan en el exterior y una galería delantera sujeta por columnas, desde las más elementales de adobe hasta las que pretenden semejar  un estilo clásico. Porque aquí la vida se hace en la galería: comidas, siesta, visitas, ocio… Tanto en estas humildes casitas como en las casonas señoriales.





Sorprende que en este entorno tan duro puedan sobrevivir estas familias ¿y de qué? No hay agua, la tierra está reseca, luego no hay cultivos, no vimos ganados, no parece que puedan recolectar nada ¿de qué viven? Y en esta soledad siempre hay una escuelita y una minúscula iglesia. La escuela quiere decir que hay niños y la iglesia es fundamental para estas gentes de profunda religiosidad, como vimos en Bolivia, Guatemala o Perú. Porque no parece que estemos en Argentina, no sólo el paisaje, también el paisanaje es más indígena: pieles morenas, pelo negro y lacio, incluso acostumbran a mascar hojas de coca como veíamos en Bolivia.


Y dentro de esta variedad de paisaje que tiene nuestro camino nos encontramos con la Quebrada de las Flechas, otro lugar fantasmal, que se remonta en el tiempo a quince o veinte millones de años, igualmente inhóspito, con la única vegetación de un arbusto resistente a todo tipo de inclemencias y que es capaz de pintar de amarillo con sus primitivas flores estos parajes semidesérticos. El viento fue erosionando los vértices de los riscos dándoles una forma en punta de flecha. Se pueden hacer rutas para tener una mejor perspectiva desde lo alto, pero siempre con buen calzado y con cuidado.





Nos acercamos al borde del río Calchaquí para tomar un bocata protegidos por un providencial cobertizo y nos acercamos para ver sus aguas espesas y perezosas.



Antes de llegar a la Finca El Carmen hacemos otro alto en Angastaco, en su momento el punto más destacado entre San Carlos y Los Molinos. De ahí la importancia de la Iglesia de curioso interior y algunas de las casonas que aún se conservan.



Paramos después en la Finca El Carmen, una antigua estancia que cuenta con hospedería y es otra posibilidad de alojamiento entre Cafayate y Salta. Es un conjunto con historia que se remonta al siglo XVII, con casona principal (naturalmente no podía falta la galería con columnas), iglesia, granja con corderos y llamitas y museo donde se muestran los aperos ancestrales utilizados para cultivar la fértil vega que se extiende a los pies de la finca.




Y al fin, en medio de un precioso paisaje, llegamos a Los Molinos, fundado en el s. XVII, de casas bajas modestas, limpio, tranquilo, silencioso, aire seco agradable para pasear por sus calles que acaban contra las faldas de la montaña. Visitamos la Casa Museo de Indalecio Gómez, antigua casona colonial con un encantador patio sobre el valle, decorado con cactus gigantes que ellos llaman “cardones”. Además de una tienda de artesanía de la cooperativa local, hay un interesante museo que relata los orígenes del poblado y de la población, también aquí totalmente indígena, de piel y pelo oscuro, gesto adusto, callados y con un habla que parece más boliviana que argentina.



El hotel Hacienda de Molinos, donde nos alojamos, parece sacado de las páginas del Quijote: arquitectura hispana transportada a las colonias. Muros toscos encalados y verdes maderas en puertas y contraventanas. Se trata de una casona del siglo XVIII que fue residencia del último gobernador realista de Salta, Nicolás Severo de Isasmendi. Las dependencias se distribuyen en torno a varios patios. En el principal hay un árbol gigantesco. Pregunté la especie porque me di cuenta de que eran los árboles que encontrábamos en la ruta adaptados a este clima duro. Se trataba de un molle, nombre derivado del quechua “mulli” de usos medicinales como analgésico, anti inflamatorio…, incluso su resina se utiliza para aliviar las caries. Sentada en los patios (lástima de colchonetas en las butacas de duros tablones de madera verde) mientras tomaba notas, pude disfrutar de la tranquilidad del silencio, alterado a veces por el viento. Al oscurecer una rana, o un sapo, apareció no sé de dónde y al  verme quedó paralizado en la hierba, sin moverse, sólo su respiración agitada indicaba que estaba vivo.




Nuestra última etapa por los valles era Los Molinos-Salta. Nos quedaba lo más impresionante, la Cuesta del Obispo, pero también lo más problemático por la climatología cambiante. Nos informamos antes de salir y nos dijeron que las condiciones eran buenas. También nos dijeron que procurásemos no salir de Cachi más tarde de las tres para evitar la niebla que podía bajar en la cuesta. El paisaje sigue siendo espectacular, cerros multicolores, valles verdes en la vega del río Calchaquí o faltos de agua donde crecen “los cardones” cada vez más gigantescos, modestas casitas en las que no pueden faltar las columnas.




En Secantlás se puede tomar una desviación conocida como la “ruta de los artesanos”, de 10km., en la otra vertiente del rio opuesta a la carretera principal, que sólo merece la pena para detenerse en alguno de los puestos de artesanía textil allí instalados, de los que dos corresponden a la familia Guzmán (artesanías “El Tero”), que decía ser el mejor tejedor de ponchos salteños. Figuras importantes pasean por el mundo con un poncho salteño rojo y negro salido de sus manos.



Entre Molinos y Cachi el paisaje es tan bonito que apetece parar constantemente a hacer fotos porque siempre un poco más allá te parece que es todavía más bonito. Cachi con su encantadora iglesia en su sencillez, con un retablo en un interior totalmente “naïf”, es parada obligada. En este pueblo blanco de casitas bajas estilo colonial se puede comer algo antes de emprender la ruta hacia de famosa cuesta.




Y después de Cachi aparece el Valle de los Cardones, tierra de indios porque se dice que ellos aprovechaban la madera porosa del esqueleto de estos cactus para sus construcciones. Es un paraje árido de escasa vegetación salvo los cardones que sobresalen exhibiendo sus dedos, uno, dos, tres, incluso varios dedos. Algunos parecen hombrecitos de alto tronco y dos brazos extendidos.  Aparecen poco a poco y se van acumulando a  lo largo de toda la recta de Tin-Tin desapareciendo de repente tras una bajada en donde el terreno se vuelve aún más árido.




Y a pesar de todas nuestras precauciones al llegar al alto de la Cuesta de Obispo (3.457 m.) las nubes amenazando tormenta que ya habíamos encontrado en la recta de Tin-Tin habían traído consigo la lluvia y también la niebla. Un desastre. No veíamos nada. Todo el tiempo anunciándonos que quedaríamos extasiados con las vistas. Enorme decepción. Empezamos la bajada y, afortunadamente, en algunos momentos la niebla despejaba para dejarnos imaginar lo que hubiera podido ser en otras condiciones. Se trata de una bajada de ripio serpenteando entre cerros cortados a pico, altísimos con más de 1000 metros de desnivel desde la cumbre hasta el llano y un intenso verde musgo cubriéndolo todo. Pero, para empeorar aún más las cosas, al poco de empezar la bajada, empezó a llover torrencialmente.



Fuimos pasando con miedo las primeras torrenteras que cruzaban e inundaban la carretera hasta que vimos un coche y un micro parados que nos dieron el alto anunciándonos que era imposible continuar: el agua se había llevado parte de la calzada. Teníamos que esperar primero a que dejase de llover y después a que viniesen a repararlo. En poco tiempo se formaron dos grandes colas de vehículos en las dos direcciones. Al cabo de cuatro horas una excavadora logró abrir un pequeño paso. Pudimos continuar pero la aventura no había terminado: el agua había arrastrado piedras y barro haciendo casi impracticable el camino en muchos tramos. Al final conseguimos llegar a Salta exhaustos a las 21h.30. Al día siguiente volábamos hacia Buenos Aires.






Siguiente etapa: Buenos Aires