Patagonia e Iguazú

Buenos Aires

El febrero de 2012 iniciamos un viaje que teníamos pendiente mientras no dispusiésemos de tiempo libre durante el invierno. Queríamos visitar la Patagonia, tanto argentina como chilena, y lo conveniente en este caso era desplazarse allí durante el verano austral que coincide, naturalmente, con nuestro invierno. Nos habían dicho que la época buena duraba hasta marzo, aunque el mejor mes parece ser que es enero.


Nuestra primera idea fue preparar el viaje por nuestra cuenta pero, por una parte no disponíamos de mucho tiempo y por otra, las agencias con las que contactamos no acababan de cerrar los temas y los presupuestos que nos daban no parecían muy interesantes. Así que, después de mirar catálogos, encontramos a través de El Corte Inglés un viaje organizado por Kiruna que se ajustaba exactamente a lo que nosotros queríamos. Eran 18 días distribuidos entre Buenos Aires, Bariloche, Puerto Varas, Puerto Natales, Parque Nacional de las Torres del Paine, El Calafate y finalmente Iguazú. Aunque era “organizado” nuestro grupo éramos en realidad nosotros dos, salvo cuando teníamos excursiones incluidas y en esos casos nos recogían en una “vanette” junto con más turistas. La comodidad de la organización consistía en que teníamos siempre una persona esperándonos en cada uno de los destinos, nos llevaba al hotel y nos daba el programa de actividades. No resultó un viaje cansado porque casi siempre tuvimos un día libre en cada uno de los destinos, lo que nos permitía ir a nuestro aire totalmente relajados.

Conocíamos Buenos Aires de otro viaje anterior, hace unos tres años, así que los dos días que ofrecía el circuito eran suficientes para nosotros. De hecho teníamos incluida una visita guiada de la ciudad en autobús, para ver lo más significativo, pero no la hicimos porque ya conocíamos todo.

Llegamos a las 5h de la mañana hora local y después de las largas colas en “emigración” y “aduana” nos encontramos con nuestro guía para llevarnos al hotel EuroBuilding, muy agradable y bien situado en la Av. 9 de julio, cerca de la Av. de Mayo que lleva a la Casa Rosada.
 



Entre unas cosas y otras llegamos al hotel sobre las 7h. de la mañana y, naturalmente, no podíamos disponer de la habitación hasta pasadas las 12h. Sin embargo nos invitaron a desayunar, cambiamos nuestra ropa de invierno por otra más ligera y salimos a pasear por un Buenos Aires veraniego, con una sensación diferente a la de nuestro viaje anterior que había sido en agosto, luego en pleno invierno allí. Encontré que el verano le daba a la ciudad un aire más agradable y acogedor, pero tuve la impresión, que corroboré más tarde, de que la vida había subido bastante, no sabía si consecuencia de un euro más bajo o de un nivel de vida más alto. Los precios me parecieron como en Madrid, mientras que hace tres años eran más bajos. Después nos confirmaron que había habido un 25% de inflación y los precios siguen subiendo, pero no los salarios, que siguen siendo bajos. El salario mínimo no llega a 400€, así que imagino los equilibrios necesarios para conjugar precios altos y salarios bajos.

Ese día nos acercamos hasta el Teatro Colón, en la Plaza Lavalle, que en nuestro anterior viaje estaban restaurando y no habíamos podido visitar. El precio de la entrada, 20€ por persona, me pareció caro. Claro que era el precio para turistas, los nacionales tienen otras tarifas.


 

El Teatro Colón, construido a principios de siglo pasado en una combinación de estilos diferentes (quizá a imagen de la diversidad de la sociedad bonaerense de aquella época), es uno de los teatros más grandes y con mejor acústica del mundo. Se inauguró el 25 de mayo de 1908 con la representación de la ópera Aída. En aquel momento Argentina disfrutaba de un excelente crecimiento económico y las grandes fortunas necesitaban un espacio en donde lucirse, ver y ser visto, relacionarse, hacer negocios y hasta arreglar matrimonios entre sus vástagos en los lujosos vestíbulos y amplios foyers de tradición francesa. Todo está diseñado para lucir: paredes cubiertas de panes de oro, grandes arañas, muebles de épocas pasadas, esculturas, espejos, terciopelos…




Por la tarde nos acercamos hasta el Museo Mitre (San Martín, 336) situado en la casa de uno de los prohombres más importantes del país, Bartolomé Mitre, que fue político, militar, historiador, hombre de letras, estadista, periodista, además de gobernador de la Provincia de Buenos Aires y Presidente de la Nación Argentina entre 1862 y 1868. La Casa Museo está llena de documentos históricos y de otros representativos de las costumbres y los modos de vida de la sociedad argentina en la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, pienso que quizá tenga más interés para los propios argentinos que para nosotros, que desconocíamos al personaje. La casa, que conserva el mobiliario de la familia, tiene interés como ejemplo de casa colonial en Buenos Aires, aunque quizás necesite un poco más de atención, nos pareció que estaba un poco descuidada.




Y después nos fuimos a pasear por el peculiar barrio de San Telmo, con su arquitectura característica, en donde estaba nuestro hotel en nuestra anterior visita.



Acabamos sentándonos en la Plaza Dorrego, agradable a esa hora de la tarde, sin el ajetreo de los domingos cuando se llena con los tenderetes del rastro. Siguen allí las tiendas de anticuarios repletas de muebles, lámparas, etc. art déco que tanto nos habían llamado la atención, coexistiendo con modernas tiendas de diseño, especialmente en la calle Defensa.



Al día siguiente cambiamos el previsto recorrido por la ciudad por una excursión de medio día hasta Tigre en el delta del Paraná, siguiendo el río de la Plata. En realidad, si se quiere ir hasta la localidad de Tigre no es necesario contratar una excursión, se puede hacer perfectamente en tren, saliendo de la estación Retiro. Desde allí hasta Tigre se tarda algo menos de una hora.

Nosotros fuimos en una “vanette” con otros turistas. Fuimos siguiendo la av. del Libertador, que recorre los 30km que separan Buenos Aires de Tigre, saliendo de la Ciudad de Buenos Aires y cruzando parte de la Provincia de Buenos Aires. A lo largo de la avenida se extienden zonas residenciales más o menos lujosas, pero todas bonitas. La mayoría de las personas que viven en ellas trabajan en Buenos Aires capital, incluso la residencia oficial de la Presidencia de la República se encuentra en esta avenida, en la finca llamada de “Los Olivos”.

Antes de llegar a Tigre conviene detenerse en la apacible localidad de San Isidro. A nosotros nos pararon allí para que viéramos la catedral, que era una iglesia sin ningún interés pero, como afortunadamente tuvimos tiempo libre, descubrimos la Quinta de los Ombúes, un lugar que nos encantó, y que pudimos visitar. Se trata de una antigua casa colonial destinada a residencia de verano de Dª Mariquita Sánchez de Thompson a principios del siglo XIX, con un precioso jardín que tiene una de las mejores vistas sobre el delta.



Aparte de las dependencias de la casa, en ese momento había una exposición temporal de azulejos muy interesante, a la que le hubiéramos dedicado más tiempo de haberlo tenido. La casa, situada en el casco histórico de San Isidro, es ahora el Museo, Biblioteca y Archivo Histórico Municipal "Dr. Horacio Beccar Varela" (su último propietario) que fue inaugurado 2006 y que merece sin duda una visita (gratuita).

Continuamos después hasta Tigre y allí cogimos una lancha para visitar el delta del Paraná y su particular habitat: pequeñas islas unidas por canales con todo un sistema de intendencia a través del agua. En las islas cercanas a Tigre se ven residencias muy bonitas, seguramente de veraneo, aunque a medida que nos alejábamos las casas eran más modestas. Todas ellas con su pequeño embarcadero porque las lanchas suministran todo lo necesario. Hay lanchas taxi, ambulancia, autobús, tienda, transporte escolar…Un sistema muy curioso en el que viven unas 3000 personas.




De vuelta a Buenos Aires, por la tarde, paseamos por las avenidas céntricas de espectaculares edificios, muchos de ellos art déco como en la Av. Diagonal



Después nos acercamos hasta el museo del Bicentenario, justo detrás de la Casa Rosada. Allí, en los antiguos locales de la aduana, se puede seguir a través de documentos, fotos, periódicos, documentales, vídeos y demás, toda la historia argentina en los últimos 200 años. Y además se puede visitar el mural que Siqueiros había pintado en las paredes del sótano de la quinta de Natalio Botana en 1933 y que ahora se puede contemplar en el patio del museo, a donde trasladaron las paredes del sótano con su mural.




Bariloche - Cruce Andino

Continuamos viaje volando hasta Bariloche que fue (y quizá sigue siendo) elegante estación de esquí en un entorno privilegiado. Sabíamos que había tenido problemas con las cenizas de un volcán chileno (Puyehue), arrastradas hasta allí por el viento, pero no sabíamos que las cenizas dejan a veces nubes de color pardo y cambian los colores verdes de la vegetación por tonos tirando al gris. Sabíamos también que el aeropuerto ya funcionaba con normalidad y supusimos que las secuelas habían prácticamente desaparecido. Pero no es del todo así. La primera sorpresa en el trayecto desde el aeropuerto es el paisaje llano y parduzco, sin ningún encanto, hasta acercarse a Bariloche en las orillas del inmenso lago Nahuel Huapi, rodeado de montañas. La segunda fue al llegar a San Carlos de Bariloche, población que sin duda tuvo épocas mejores, una especie de “pastiche” que intenta recordar las estaciones alpinas suizas con chocolate incluido. Hay incluso una copia exacta de la tienda que la marca de chocolates Corné Port Royal tiene en las galerías de la Reine en Bruselas. La verdad es que fue todo un poco decepcionante porque el día estaba gris -nos decían que por las cenizas- San Carlos no tenía ningún interés y el hotel Kenton Palace -bastante malejo- seguro que también había tenido épocas mejores. Y para colmo, al día siguiente, cuando estaba programada la excursión del “circuito chico” para recorrer la zona, estuvo lloviendo sin parar. A pesar de todo salimos en la “vanette” para recorrer los alrededores con un día de perros. Aunque llovía bastante, el recorrido nos permitió darnos cuenta de que Bariloche no es San Carlos, son los alrededores del lago Nahuel Huapi que podíamos vislumbrar y parecían muy bonitos. Nos subieron al Cerro Campanario -de visita imprescindible- en telesilla, cubiertos con enormes impermeables amarillos, aunque sabían perfectamente que no íbamos a ver nada. En efecto, desde la cafetería que hay en el cerro, resguardados de la lluvia y del frío, no se veía más que la niebla. Y en el resto del recorrido parecido.



Al día siguiente, aunque seguía lloviendo, cogimos un autobús municipal que hace también el trayecto del “circuito chico” desde San Carlos hasta Puerto Pañuelo. Hay que comprar los billetes de ida y vuelta previamente, porque no se puede subir al autobús sin billete. Afortunadamente a lo largo del trayecto salió el sol y todo cambió.





Desde Puerto Pañuelo fuimos paseando hasta el hotel Llao-Llao, en un enclave magnífico, entre el lago Nahuel Huapi y el Lago P. Moreno, contemplando unas vistas preciosas



y después volvimos a Cerro Campanario en el autobús público para subir a la cima. Espectacular, montañas y lagos hasta el infinito, una mezcla de Suiza y Noruega. Aquí nos reconciliamos con Bariloche.





Rematamos el día yendo hasta Villa los Coihues que nos habían recomendado en la Oficina de Turismo (en la plaza que llaman Centro Cívico) porque a los sitios tradicionales como Villa Angostura o “el bosque de los arrayanes” nos dijeron que merecía la pena ir a causa de las cenizas. Fuimos en transporte público hasta el lago Gutiérrez y después continuamos por la senda que bordea el lago hasta la “cascada de los duendes”. Un paseo de unos 6 km ida y vuelta, tranquilo y bonito, de vez en cuando alguna pequeña playa de arena gruesa, aguas reposadas, colores vivos y arco iris sobre las montañas.




Cuando salimos de Bariloche para hacer el cruce andino nuestra impresión ya no era la misma.

El cruce andino se inicia en Puerto Pañuelo y termina en Puerto Varas, ya en territorio chileno. Se tarda unas 12 horas que pasan rápido porque son lagos de diferentes colores y carreteras tortuosas atravesando montañas de espectacular vegetación.





Se cruzan 3 lagos en embarcación y entre lago y lago el trayecto se hace en autobús.





En Peulla, en donde paramos a comer y a descansar en un entorno plácido sin más ruido que el de los pájaros, se pasa la aduana chilena que no es un puro trámite. Hay que abrir equipajes porque está terminantemente prohibido pasar, entre otras cosas, comida o productos de origen vegetal. Yo había comprado “rosa mosqueta” en Bariloche, en la inevitable tienda a la que te llevan los guías, y casi me lo pillan.





Desde Peulla atravesamos el lago Todos los Santos, también llamado “lago Esmeralda” por el color increíble de sus aguas debido a los sedimentos que arrastran los glaciares.



Poco antes de llegar a Puerto Varas el autobús paró en los “saltos del Petrohué”, unas cataratas dentro del Parque Nacional Vicente Pérez Rosales: rocas negras, espuma blanca, todos los matices del verde en el bosque y al fondo el cono nevado del imponente volcán Osorno. Precioso.



Y también el resto del viaje, a pesar del tiempo, porque a lo largo del día hubo de todo: lluvia, sol, bruma, viento, arco iris…

Y al fin llegamos a Puerto Varas, dentro de la Región de Los Lagos chilena, con una tarde espléndida. Parece una población turística, en la orilla del lago Llanquihue y con unas vistas sorprendentes sobre el volcán Osorno que se ve desde casi todos los sitios.



Muchos hoteles, restaurantes, bonitas casas de madera mirando al volcán, paseo rodeando el lago, ambiente de vacaciones agradable y tranquilo.



Puerto Varas fue fundada a mediados del siglo XIX por inmigrantes alemanes que en esa época se instalaron en estas tierras atraídos por las autoridades chilenas para colonizar la Patagonia. Precisamente al día siguiente nos llevaron hasta Frutillar, una antigua colonia alemana, también al lado del lago Llanquihue, que conserva su pasado estilo arquitectónico, con un precioso conjunto de casas de madera en lo que se llama Museo Colonial Alemán, que recrean el tipo de vida de aquellas gentes apegadas a sus costumbres a pesar de la distancia.





Hoy Frutillar es como un pequeño pueblo alemán que vive del turismo y de sus -parece ser- famosas Semanas Musicales. Según nos dijeron el número de descendientes de estas familias de colonos alemanes es muy importante en la Patagonia chilena.

Puerto Montt, sin embargo, es bastante diferente. Es una abigarrada ciudad industrial y un concurrido paseo frente al océano Pacífico con el mercado de artesanía y al final un colorido conjunto de edificios de madera roja en los que la planta baja se destina a mercado mientras que en la planta superior hay minúsculos restaurantes (“cocinerías”) en donde se puede degustar alguna de las especialidades. El congrio chileno es estupendo.


Torres del Paine

Nuestro siguiente destino, Puerto Natales, no tiene aeropuerto, así que cogimos un avión desde Puerto Montt hasta Punta Arenas para recorrer después la distancia entre Punta Arenas y Puerto Natales en autobús de línea regular. No estaba prevista la visita de Punta Arenas, pero durante las tres horas de espera hasta la salida del autobús pudimos descubrir el centro de la ciudad -su casco histórico- con algunos edificios interesantes, testimonio de un pasado más esplendoroso. Uno nos llamó particularmente la atención. Primero por encontrar en aquellas latitudes -última ciudad del sur de Chile- un palacete estilo art nouveau, y segundo porque su propietario era, nada más y nada menos, que un paisano nuestro: José Menéndez, nacido en Avilés, conocido como el Rey de la Patagonia, tal como reza en la placa de la casa y en la estatua destinada a su memoria en la Plaza de Armas.



Y desde allí, travesía de la Patagonia chilena castigada por el viento: enormes llanuras, paisaje árido, rala vegetación, árboles retorcidos y atormentados. Prácticamente desértico. De cuando en cuado alguna “estancia”. Más allá algunos animales. A lo lejos los Andes.



Los más de 200km entre Punta Arenas y Puerto Natales se recorren en tres horas. Llegamos al hotel a las nueve, ya sin tiempo de conocer la ciudad que tampoco parecía muy interesante. Sin embargo, nos encantó el hotel frente al lago (Hotel Weskar), con bonitas vistas, un hotel rústico con mucho encanto y buena calefacción porque hacía frío. Sobre todo a las siete de la mañana cuando vinieron a buscarnos para ir al Parque Nacional de las Torres del Paine.



El día amaneció radiante y se mantuvo así hasta media tarde. Parece ser que es una suerte tremenda poder ver las Torres con una visibilidad perfecta. Pero, a pesar del sol, el viento helado, tan fuerte que te desequilibraba, producía una sensación térmica bajísima.



Sobre todo en el “salto grande” una preciosa catarata que vierte con fuerza aguas verde jade, como muchos de los lagos de estas regiones de glaciares.



Sabíamos del incendio del Parque poco tiempo antes de nuestro viaje, pero no conocíamos exactamente cuál sería su alcance. Ciertamente el incendio afectó bastante, y se nota, pero el parque es enorme, así que no deja de ser sólo una zona.





Y, por otra parte, los colores de los lagos son tan rotundos que no tuve la impresión de que desentonase el paisaje parduzco, como volcánico, que los rodeaba. Casi hacía más contraste.



Porque el parque no son sólo macizos de montañas majestuosas llenas de glaciares. Son además los lagos, numerosos, extensos y tan diferentes entre sí como el lago Sarmiento de un color azul azulete espléndido, el lago Pehoé con sus aguas verde jade o el lago Grey de aguas verdejabonosas. Todos los matices del verde y el azul en cada uno de ellos.







Nos quedamos dos días en la Hostería del lago Grey, en un sitio fantástico, frente a las Torres del Paine, al borde del lago Grey y con el glaciar Grey a su izquierda. Nos dijeron que gracias al cambio del viento el incendio se paró a pocos metros de allí, cuando ya lo habían desalojado completamente. Un milagro. O sea que allí no había restos del incendio.





Además tuvimos suerte de que nos dieran una habitación frente a las Torres, cambiantes dependiendo del ángulo de visión como una arquitectura desmontable, y frente al lago, una vista preciosa.





Es importante, porque hay habitaciones que dan al jardín y no es lo mismo. Fueron dos días estupendos con paseos por la ruta de los témpanos de un intenso color azul cielo, desgajados del glaciar Grey y arrastrados por la corriente,







o por las pequeñas lagunas de los alrededores. Paisajes fantásticos y tranquilidad absoluta.







El último día gran madrugón para ir otra vez hasta Puerto Natales a coger el autobús de línea regular que nos llevaría hasta El Calafate. Así que atravesamos el Parque mientras iba amaneciendo. Una buena despedida


 
Glaciar Perito Moreno

Nuevamente a atravesar la llanura patagónica, árida, semidesértica, amarilloparduzca, con toques de verdes apagados que después supimos que eran arbustos de calafate, que da un fruto parecido al arándano. Algún que otro gaucho de andar cansino. Detrás de él sus perros.

Mismo paisaje hasta El Calafate. Visto de lejos parece un pueblucho de la estepa patagónica, con casitas bajas, al borde del lago Argentino de aguas turquesa, inmenso.

Pero a medida que te acercas va cambiando, se aprecia vegetación, álamos plantados por los hombres para protegerse del viento, jardines cuidados en las coquetas casas de madera, macizos de lavanda enormes y vivaces,

una calle principal con buenos comercios y restaurantes. Se ve que, aprovechando el tirón de los glaciares y del aeropuerto con siete vuelos diarios en verano y tres en invierno, está orientado hacia el turismo.


Hay montones de agencias turísticas para hacer excursiones, un Museo de los Glaciares (“Glaciarium”) interesante y la laguna Nimez para observar muchos tipos de aves.






Pero a El Calafate se viene para ver los glaciares. Fundamentalmente el Perito Moreno, pero también se puede hacer una ruta en barco de un día para ver más glaciares. Nosotros sólo fuimos al Perito Moreno, que se encuentra a unos 90km de El Calafate. Una primera impresión desde el mirador llamado “de los suspiros” porque se ve de golpe el glaciar y se suspira de emoción, un recorrido en barco para acercarse lentamente al glaciar





y la vista desde las pasarelas que es magnífica porque hay mucho más espacio que en el barco, tienes todo el tiempo del mundo para admirar y concentrarse en la inmensa mole azul claro -en algunos lugares de 60 metros de altura-,





escuchar sus crujidos, ver y esperar la caída de los témpanos y quedarse quieto contemplando como cuando uno se queda abstraído con el fuego de una chimenea. Podrías estar horas mirándolo sin cansarte.






Cataratas de Iguazú

Y ya sólo quedaba la última etapa. Volamos hasta Iguazú que nos recibió con el calor húmedo de la selva y la impresión de estar en otro país. Aunque era de noche pudimos apreciar la frondosa vegetación y las casas con porches de estilo caribeño.



Nuestro hotel (“Amerian”) estaba en un extremo del mismo pueblo, justo al lado del “Hito de las tres fronteras” en donde se junta el río Paraná y el río Iguazú y se pueden ver los tres países a los que separan: Argentina, Brasil y Paraguay.



Para la visita de las cataratas nos juntaron en un autobús con muchos más turistas, con lo cual las inevitables vueltas para ir recogiendo a todos los demás, y para dejarlos al final de la excursión, se hicieron pesadas. El día era gris, húmedo y caluroso. Dentro del Parque los traslados se hacen en un trenecito que iba, ya a aquella hora relativamente temprana, hasta los topes.



Nos llevaron directamente a la “Garganta del diablo”, la catarata más espectacular. Impresionante su estruendo, su caudal, su fuerza y sus colores a tiras verde pálido y blanco. Parece increíble que las aguas del río, más bien tranquilas en su lecho, puedan provocar de repente semejante fenómeno en su caía. Lo malo fue que el viento atraía el agua hacia nosotros que -además de empaparte- te impedía abrir bien los ojos. No pudimos resistir allí mucho tiempo, estábamos calados, pero afortunadamente hacía calor.



Continuamos después todo el recorrido de la parte argentina, entre la selva, viendo el resto de las cataratas por las pasarelas, más estrechas que las del Perito Moreno, y con demasiada gente en los puntos estratégicos.



A mí, más que la foto, me gusta contemplar y disfrutar, pero con gente esperando para la foto no puedes hacerlo. Además creo que es un error empezar por la “Garganta del Diablo” porque todo lo que vimos después no alcazaba ni mucho menos aquella fuerza que te impacta.



Montamos en una zodiac para lo que creíamos era ver las cataratas desde abajo, sin embargo resultó ser más una atracción para descargar adrenalina: recorrido a toda pastilla para acabar debajo de dos cascadas en repetidas veces para terminar como si hubieras caído al agua vestido. Te dan una bolsa de plástico para guardar tus pertenencias, pero a mi marido no se le ocurrió quitar el cinturón de cuero que destiñó, se estropeó y estropeó el pantalón. Si se hace, vale más ir en bañador y en caso contrario llevar ropa de repuesto. La verdad es que los guías nos habían advertido de que te mojas al cien por cien, pero yo no me lo había creído y tuve que quedarme con la ropa mojada después de retorcerla bien ¡Menos mal que hacía calor!



Todo el mundo dice que las cataratas hay que verlas desde las dos partes, la argentina y la brasileña. Es cierto. El segundo día, con muy buen tiempo, nos llevaron al lado brasileño.





Personalmente pude disfrutar más allí, y no sólo por la perspectiva sino también porque había menos gente y el recorrido fue más relajado. Desde el lado brasileño las cataratas están enfrente, se ven en conjunto, como en un decorado, selva y agua. En la parte argentina te acercas más a ellas pero aquí la visión es más completa. Salvo la “Garganta del diablo” que creo que es más espectacular en el lado argentino.


El pueblo de Iguazú es más bien feo y descuidado. Hay poco que recomendar salvo acercarse al “Hito de las tres fronteras”, hacer el paseo al lado del río Iguazú, lugar de reunión a la caída de la tarde: grupos de jóvenes, y no tan jóvenes, tomándose un “matecito” hecho con el agua caliente del termo con el que pasean. Después, hay que cenar en un sitio encantador, con una terraza estupenda con vistas al río. Se trata del restaurante Bocamora, y para los golosos recomiendo el cheescake de maracuyá. Es suficiente con una porción para dos porque son muy grandes ¡Humm...! original y delicioso.



Y fin del viaje. Regreso largo: Iguazú-Buenos Aires-Madrid-Ranón-Oviedo. Muy largo, pero si se aprovecha la noche para dormir un poco en el avión no se llega demasiado cansado.

Un montón de impresiones, de imágenes, de experiencias: paisajes grabados, nombres evocadores que se hacen realidad, lugares muy diferentes entre sí y el interés que se despierta por los países en los que se estuvo. Quizá sea uno de los aspectos más interesantes de viajar: el cambio de óptica, el despertar de la mirada, la relativización de las cosas cuando ves que existen muchas maravillas por el mundo. Nunca se puede decir “como esto no hay nada”.