De Guatemala a Kuna Yala (Panamá) con parada en Cartagena de Indias


Este viaje, preparado con ilusión en 2014, estuvimos a punto de no realizarlo por circunstancias imprevistas. Al final se hizo y éste es el relato de un viaje especial, al final un poco improvisado.
GUATEMALA
 
A nosotros no nos  gustan los viajes organizados y si podemos los evitamos. Sin embargo a veces no te queda más remedio cuando se trata de viajes complejos o de lugares inseguros. Así que la primera parte, el circuito por Guatemala, lo hicimos con Viajes El Corte Inglés con la ventaja de tener todo organizado: hoteles (buenos), viajes interiores, traslados y guías. La desventaja es también -paradójicamente- la organización: no hay opción a modificar nada, ni horarios, ni visitas, ni las paradas en donde quiere el guía, ni los otros viajeros (cuando los hay). En nuestro caso durante cuatro días compartimos transporte con un matrimonio norteamericano, mayores, tranquilos, amables y educados. Pero a cambio tuvimos un guía bastante pelma que hablaba constantemente de temas que no nos interesaban. Afortunadamente nos pudimos librar de él gracias a que durante tres de los días destinados al Altiplano estuvimos con una de nuestras hijas que había viajado hasta Guatemala por motivos profesionales.

El circuito de El Corte Inglés no incluía el vuelo, así que, como después de Guatemala, continuábamos hacia Cartagena de Indias primero, y Panamá seguidamente, cogimos un vuelo abierto que permitía hacer la vuelta desde otro lugar. Volamos pues desde Madrid a Guatemala, a la ida y desde Panamá hasta Madrid a la vuelta.



Llegamos pues a ciudad de Guatemala  al caer la tarde y nos alojamos en el Hotel Barceló, bien situado para dar un paseo por lo que llaman “la zona viva”, aunque las recomendaciones son de no aventurarse demasiado por las calles, parece ser por motivos de seguridad. Digo “parece ser” porque nosotros, pecando quizá de confiados o de inconscientes, sí que salimos a cenar cerca del hotel por “la zona viva” al conocido restaurante “Kakao” y no tuvimos sensación de inseguridad. Sin embargo, la recomendación es ser prudentes y no aventurarse, sobre todo si se va solo.


Por la mañana teníamos visita turística de la ciudad con un guía local muy crítico con los políticos guatemaltecos y sus partidos fantasma creados ex profeso para cada una de las elecciones, simulando una democracia que sólo sirve para que unos cuantos se llenen los bolsillos manteniendo una  estructura de profundas diferencias sociales en un país potencialmente rico. Y para que viéramos esto nos llevó a la zona más elegante –“La Cañada”-, de entrada casi inaccesible para los no residentes. Con nuestro transporte turístico pudimos pasear por la urbanización de elegantes casas con jardines, mujeres haciendo footing, empleados arreglando  jardines, mucha protección en entradas, vallas y ventanas, todo ordenado como en cualquier urbanización de alto standing. Pero también nos enseñó los barrios a las afueras de la ciudad que recuerdan las favelas de Río. Son poblados que se van extendiendo por las colinas, de abajo arriba, con casas de una precariedad evidente, en parcelas a veces ocupadas gratuitamente, pero otras compradas a gentes sin escrúpulos que hacen negocio de la miseria y se apoderan de terrenos que después venden a familias que emigran a la capital buscando un futuro mejor para ellos y sus hijos.
Ciudad de Guatemala es una capital sin especial encanto, apenas un barrio viejo con su Plaza de Armas, Palacio Presidencial y Catedral, calles destartaladas y parques escuálidos. A excepción del Campus Universitario, de zonas verdes ajardinadas, a donde fuimos para visitar el Museo Ixchel del Traje Indígena. Es un museo que presenta una colección muy interesante de prendas de vestir y tejidos tanto de uso cotidiano como ceremonial que datan desde finales del siglo XIX hasta el presente, provenientes de 156 comunidades situadas principalmente en la región del Altiplano guatemalteco. Merece la pena acercarse hasta aquí para sumergirse en los coloridos textiles de las comunidades indígenas. Y allí también se encuentra el Museo Popol Vuh con colecciones de Arqueología prehispánica, Arte prehispánico y Arte colonial de Guatemala. Pero quizá más interesante aún es la exposición  en otro de los pabellones del Campus de “El lienzo de Quahquechollan”, llamado así para definir un tipo de pintura en tela que utilizaban los pueblos de Mesoamérica para transmitir información a través de un sistema que combinaba narraciones orales e imágenes pictográficas comprendidas por los habitantes de las distintas sociedades indígenas. El lienzo muestra la conquista de los reinos Mayas, establecidos en lo que ahora se conoce como Guatemala, por los Quauhquecholtecas -procedentes del actual México-, coaligados con el conquistador Jorge de Alvarado, a quien le estaban agradecidos por haberles librado de los Aztecas. Por una parte el lienzo sirve para mayor gloria de los Quauhquecholtecas que pretenden dar a conocer sus éxitos guerreros y, por otra, para cambiar el enfoque de la conquista, que deja de ser un asunto sólo de españoles contra indígenas para ser también una lucha de indígenas contra indígenas.



Al día siguiente, temprano, Samuel, el que sería nuestro guía durante la visita del Altiplano, pasaría a recogernos para llegar antes del medio día a Chichicastenango, nuestro primer destino, para conocer su espectacular mercado de los jueves y los domingos, citas a las que acuden fielmente unos 40.000 indígenas de los pueblos de alrededor llenando sus calles de cientos de puestos multicolores con todo tipo de mercaderías, tanto para ellos como para los turistas que invariablemente acuden también a este espectáculo. Por todas partes mujeres con sus “huipiles” (especie de blusa) tejidos y bordados a mano, con motivos diferentes según la comunidad a la que pertenecen, sus faldas rectas, simple corte de tela enrollado en torno a la cadera,  sus fajas de color alrededor de la cintura y sus tocados, también diferentes según su procedencia.  A la espalda, un niño, una carga, e incluso un niño en la espalda y otro sobre el pecho. En la cabeza un paño doblado hace las veces de sombrero y, por si fuera poco, a menudo, sobre la cabeza protegida por ese paño, un enorme bulto en equilibrio inestable. El mercado es tan extenso que es imposible verlo entero y tampoco es necesario porque las mercancías -fundamentalmente productos artesanos- se repiten: huipiles, bolsos, caminos de mesa, tapices, muñecos, máscaras, camisetas, vestidos con bordados “naïf”, monederos… Una borrachera de artículos con precios asequibles que se regatean y vendedores sin puesto fijo que te persiguen hasta que -por cansancio- acabas comprando lo que te ofrecen.





Nosotros nos quedamos fundamentalmente por la zona cerca de nuestro hotel (Maya Inn, muy bonito), en la parte alta, concentrándonos fundamentalmente en los puestos en torno a la plaza principal en la que se encuentran además dos iglesias blancas curiosísimas. Una de ellas -Capilla del Calvario- la dedican a sus ritos tradicionales porque estos indígenas, que se dicen descendientes de los Mayas, son enormemente religiosos, aunque su espiritualidad sea el resultado de un sincretismo entre sus tradiciones y el cristianismo occidental. Todo les sirve, aceptan nuevos dioses pero los asimilan a los ya conocidos, nuevos ritos, pero pasados por el tamiz de sus tradiciones ancestrales. Frente a esta primera, al otro lado de la plaza, se alza la iglesia de Santo Tomás, también blanca, más importante, precedida de una escalinata plagada de mujeres vendiendo flores (compran muchas flores para sus ritos) y con fogatas encendidas. Los no indígenas no deben subir por esa escalera, hay que entrar por una puerta lateral si se quiere visitar el interior blanco y sencillo.
  






El mercado continúa hasta las cinco de la tarde, después empiezan a recoger las mercancías y, poco a poco, Chichicastenango va quedando desnudo, mostrándose como lo que es en realidad: un pueblo pequeño, sin apenas hoteles donde dormir ni restaurantes donde comer o cenar, ni nada que visitar salvo el curioso cementerio que se aprecia desde cualquier parte del pueblo por la vistosidad de los colores pastel de las tumbas -muchas de ellas sencillos panteones- y que responden a la condición del difunto: hombre, mujer, joven, viejo, casado, soltero, etc. Después paseamos una y otra vez por sus calles vacías haciendo tiempo hasta la cena. En realidad no tiene demasiado sentido quedarse a dormir en Chichicastenango. Hubiera sido más razonable después del mercado continuar ruta hasta el siguiente destino: Panajachel.



Panajachel era pues el siguiente destino en el tour de nuestro viaje organizado, con nuestro inefable guía y el matrimonio americano. Pero como nuestra hija no podía viajar con nosotros y no existía otro transporte más que el colectivo, decidimos abandonar el nuestro y acompañarla a ella en lo que llaman una “parrillera”, que es el modo de transporte nacional. Se trata en realidad de los autobuses escolares americanos que éstos deben retirar a los cuatro años de uso y aprovechan para venderlos a los países latinoamericanos. En su nuevo destino los decoran con vistosas pinturas, añaden eslóganes de espiritualidad religiosa, colocan toda clase de bultos en el techo, se llenan hasta reventar de pasajeros, se conducen con locura y ese cóctel es “una parrillera”. Así que, gracias a la decisión de acompañarla tuvimos una experiencia fuera de lo común, con tres trasbordos y un taxi para el último tramo hasta Panajachel. Los pasajeros, todos indígenas, con sus ropas tradicionales, su tez oscura, su pelo lacio y negro, su mirada cansina y triste, ajenos a nosotros. La única mirada de complicidad vino de una chica vestida con ropas occidentales con un asiento vacío a su lado. Al sentarme junto a ella, inmediatamente me manifestó su sorpresa al vernos entrar y, al preguntarle yo el  porqué, me dijo que por razones de inseguridad, tanto por la conducción -dobles curvas tomadas a velocidades vertiginosas, entre otras  cosas- como por el riesgo de asaltos. Ella se dirigía a Guate (así llaman a la capital) en autobús porque se le había estropeado el coche pero no le gustaría repetir muchas veces la experiencia. Era funcionaria. Trabajaba con mujeres artesanas y regresaba de un trabajo de campo. Mi hija y ella intercambiaron tarjetas por si podía surgir algún tipo de colaboración. Este primer tramo hasta Encuentros, fue relativamente normal, salvo que el revisor aparecía tanto por delante como entrando por una puerta trasera, y nuestra bolsa de viaje desapareció de nuestra vista: tan pronto nos decían que estaba delante, como detrás, como en el techo. Eso sí, vinimos cómodamente sentados, de dos en dos, en los bancos corridos forrados de skay. El siguiente tramo era desde Encuentros hasta Sololá. Aquí ya empezaron a subir mujeres con su cargas que se sentaban sin preguntar en los bancos pensados para dos, ahora ya con tres personas, más las que se quedaban en el pasillo, más los sonidos que permitían identificar los animales que llevaban en los sacos: cerdos, gallinas…El espectáculo estaba dentro. Y el tercer tramo, una especie de autobús urbano en Sololá ya fue el sumun,  no cabía ni un solo alfiler entre las personas y los petates allí acumulados, cada cual  con las enormes compras del mercado.





Porque a Sololá se va al mercado, pero no un mercado como el de Chichicastenango. El mercado de Sololá es para ellos, allí no hay turistas, ni productos turísticos, todo es auténtico, lleno de color, ni una palabra en español (hay muchos indígenas que desconocen el castellano), una sensación de alejamiento total incluso por los productos que vendían, frutas o verduras desconocidas aquí, yerbas medicinales para todo tipo de dolencias y anunciadas por altavoz con una voz profunda –en este caso en español- como la curación milagrosa tanto para un catarro como para un cáncer. Un espectáculo total y en total anonimato, sin que nadie nos mirase ni se interesase por nosotros. Cada cual estaba a sus cosas y nosotros supongo que éramos solamente un elemento exótico.





En Sololá buscamos un taxi para los últimos kilómetros hasta Panajachel. Nos llevó un chico majísimo que nos iba haciendo paradas en los miradores sobre el impactante lago de Atitlán rodeado de volcanes.



Panajachel, la población más importante del lago de Atitlán, es un lugar turístico con oferta de tiendas, restaurantes y hoteles, casi todos situados en la larga calle principal. Nuestra hija estuvo en el Marios’s Rooms, en donde por 15€ disponía de una coqueta habitación, con desayuno incluido y wifi gratuito, que daba a un corredor ajardinado. Y para bolsillos mejor equipados, nuestro hotel, el Porta, frente al lago, con sus jardines y piscina, estaba genial, y no digamos ya el Hotel Atitlán, directamente sobre el lago, con espectaculares jardines y equipamientos, pero, para mi gusto, con un inconveniente (supongo que a parte del precio, que imagino carísimo) y es que está bastante alejado del pueblo. Si lo que se pretende es estar unos días en plan relax absoluto, ideal, pero si te gusta también pasear por Panajachel, cenar en algún sitio como el Circus Bar, un lugar que conocía nuestra hija, con un grupo musical en directo, mucho ambiente, buena comida y precios razonables, lo tienes difícil porque dependes totalmente de un coche para desplazarte.




Panajachel no es como Chichicastenango, aquí sí que se puede estar varios días para visitar además algunos de los pueblos indígenas del lago. Hay lanchas públicas que te llevan y te traen por precios módicos. Nuestro tour incluía una visita a uno de ellos, Santiago de Atitlán. Nuestra lancha privada salió del embarcadero del Hotel Atitlán, un día de sol radiante, ideal para disfrutar del lago -que algunos dicen ser el más bonito del mundo (a mí personalmente me gustó más Titicaca)- y de los tres volcanes que rodean al lago: Atitlán (3.537 m.), Tolimán (3.158 m.) y San Pedro (3.020 m.).




Santiago de Atitlán es un pueblo curiosísimo. Antes de llegar ya nos llamó la atención un grupo de mujeres vestidas con sus ropas tradicionales lavando en el lago con el agua hasta la cintura. Pero aquí no son solamente las mujeres las que se visten con trajes tradicionales, algunas de ellas -las más mayores- van con un sorprendente tocado rojo, especie de platillo a modo de ala de sombrero que deja al descubierto la parte superior de la cabeza. Los hombres también lucen sus ropajes de pantalón corto, tipo bermudas, a rayas blancas y marrones con bordados de flores o pájaros, camisa blanca bordada y sombrero. El embarcadero está lleno de tenderetes con artesanías para turistas y lo mismo la empinada calle central repleta de tiendas que despliegan todo el colorido de los textiles guatemaltecos. Siguiendo la calle se llega hasta la plaza principal con mucho sabor y sobre todo a la iglesia de singular fachada, de visita imprescindible. Destaca nada más entrar el monumento dedicado a Stanley Rother, sacerdote americano asesinado por el ejército guatemalteco como represalia por el apoyo de Rother a los indígenas durante la guerra civil que asoló el país durante más de treinta años.



En esta iglesia de Santiago Apóstol, construida en 1547, de una sola nave, el sincretismo no puede ser más evidente: tiene en sus muros laterales los santos de su veneración -que son muchos- vestidos de la forma más sorprendente que uno pueda imaginar: sayones con rombos de colores como si fueran arlequines, chaquetas americanas inmensas, pañoletas enrolladas al cuello, múltiples corbatas… Y, en medio de todo ello, en un lateral, un cristo yacente en una urna de cristal y una anciana chiquitina y menuda, de pie, balanceándose de atrás a delante, mientras recitaba una letanía en su lengua ancestral intercalada de “ora pro nobis”, “ave María”, “amen”… durante tiempo y tiempo, concentrada en una devoción que emocionaba, confundida con su mundo, inmersa en su religiosidad que funde sin problema antiguas religiones indígenas con las creencias aportadas por los misioneros españoles.





Pero de todos estos santos el más venerado es Maximón (nuestro San Simón), que no se encuentra en la iglesia porque cada año una familia del pueblo tiene el privilegio de acogerlo en su casa en donde recibe las visitas de vecinos y foráneos. No nos resultó fácil llegar hasta la casa, en un estrecho callejón escondido, una casa con un patio destartalado y una especie de tendejón que acogía con honores la presencia de Maximón. Hay que pagar una entrada para verlo, más un dólar para poder hacer tres fotos. Pero el espectáculo merece la pena. Sorprendente. Allí estaba Maximón con varias americanas superpuestas, montones de pañuelos y corbatas, su sombrero y por supuesto su puro, que es lo más característico (porque Maximón fuma y bebe), rodeado de una decoración de lo más kitsch. Sentados a ambos lados de él, dos hombres. Uno de ellos el presidente de la Cofradía y el otro el Chamán al que los lugareños se dirigen, interponiendo donativos, para conseguir los milagros del santo. Algún hombre más andaba por allí, como si estuviesen velando a un muerto, o vigilando el número de fotos para que se respete la cuota, quién sabe.



Nuestra siguiente parada ya fue en Antigua, llamada así por ser la antigua capital del país que llevaba el nombre de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Situada en los aledaños del volcán de Agua, que se divisa desde toda la ciudad,  hubo de soportar numerosos terremotos desde su fundación, razón por la cual se decidió trasladar la capital a 40 km. de distancia en el lugar en donde se encuentra ahora la actual capital de Guatemala. Abandonada durante un tiempo fue recuperada gracias a ser declarada por la UNESCO Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1979.





Antigua es una ciudad turística pero al mismo tiempo tranquila y recoleta. Su arquitectura colonial de carácter sobrio, sin ostentaciones hacia el exterior, evidencia la espiritualidad de aquella época, con numerosos conventos y monasterios, aunque las malas lenguas dicen que el fervor religioso convivía con comportamientos muy poco ortodoxos: corredores subterráneos unían monasterios de religiosos y religiosas para prácticas no precisamente santas. Leyenda o realidad, lo cierto es que la ciudad está salpicada de templos, iglesias, ermitas, conventos o monasterios. Muchos de estos edificios fueron restaurados, pero no todos, con lo que en el paseo por sus calles empedradas, con fachadas de colores en una sola altura, tejados de pizarra, grandes ventanales verticales enrejados al estilo andaluz, muros tras los que se adivinan frondosos jardines y sobre los que sobresalen las flores azules de las jacarandas, alternan con las ruinas de edificios que se mantienen tal y como quedaron tras el último terremoto, testigos de una naturaleza desafiante e imprevisible.  En Antigua todo es comedido, sin ostentación, tranquilo. Algunas iglesias o antiguos conventos quedaron para siempre en ruinas, dando idea de lo que la ciudad fue en otra época cuando la iglesia era todopoderosa. La presencia cercana de los volcanes intranquiliza un poco, hay una sensación de inseguridad, treguas que pueden romperse y lo que constituye un atractivo puede convertirse de un momento a otro en una pesadilla. Sin embargo, si hacia fuera es todo sencillez y austeridad, hacia dentro las casas se abren a patios exuberantes llenos de vegetación, cubiertos de flores multicolores (nunca había visto tal variedad de buganvillas), gracias al clima magnánimo de eterna primavera que dicen poseer. Algunos de estos edificios -antiguos conventos o casas principales- son ahora espectaculares hoteles, como el de Santo Domingo, en el antiguo convento del mismo nombre, o el Porta Hotel (donde nos hospedamos, estupendo), instalado en una antigua casa colonial. Si se sube, andando o en moto-taxi, al cerro de la Cruz, desde allí hay una vista perfecta de la cuadrícula de la ciudad, que se extiende a nuestros pies totalmente regular, con su volcán de Agua y las manchas verdes que surgen por todas partes desde los patios.






Y desde Antigua volvimos a Guatemala capital para dormir apenas unas horas porque a la mañana siguiente, muy temprano, debíamos coger el avión que nos llevaría hasta Flores y desde allí, en la van con nuestro chófer-guía, continuamos durante casi una hora hasta el conjunto arqueológico de Tikal, escondido en medio de la selva tropical, dentro de la región de Petén.


Tikal es uno de los mayores yacimientos arqueológicos de la civilización maya precolombina que supo mantener durante mil años su forma de vida, sus cultivos agrícolas, su arte y su arquitectura, hasta que en el siglo X o XI, sus últimos habitantes abandonaron la ciudad, por motivos aún desconocidos,  y la selva voraz ocupó las ruinas durante los siguientes mil años, tal y como también había ocurrido con Angkor, en Camboya. El parque es, pues, selva y ruinas, pirámides y templos, montículos de tierra con vegetación baja e incluso árboles que esconden antiguas construcciones aún sin descubrir.  Como la presencia de las ruinas era un hecho conocido de la población de la región, hubo algunas expediciones al sitio arqueológico ya desde el siglo XVII, pero fueron Modesto Méndez y Ambrosio Tut, a mediados del siglo XIX, quienes visitaron por primera vez Tikal, una de las ciudades mayas más grandes e importantes de las Américas, con estrecha relación con Teotihuacán, la importante ciudad-estado mexicana.







La visita es larga porque el parque es muy extenso, pero puede hacerse en un día, llegando pronto por la mañana y comiendo en el mismo yacimiento en donde hay un par de restaurantes para los visitantes. El conjunto se rodea primero por una especie de pista de circunvalación en medio de la selva, con vigorosa vegetación, aves exóticas, monos saltando de acá para allá y otros animales no peligrosos. Los más peligrosos son los mosquitos, conviene llevar un buen repelente (mejor los que se compran en el país), pero a nosotros nos respetaron. De vez en cuando, tras la vegetación, aparecen construcciones, templos o pirámides en piedra caliza, algunos impresionan porque se elevan hasta más de setenta metros. Después nos adentramos en el imponente conjunto de plazas con sus palacios reales, residencias, edificios administrativos y monumentos de piedra llenos de crípticas inscripciones. Se puede subir al más alto de los templos, el número IV, a través de una escalera de madera y, aunque hacía calor y humedad, merece la pena el panorama que se ve desde lo alto: amplias  extensiones de selva y  monumentos entremezclándose en la lejanía.





 
Por la tarde nuestro chófer-guía, antes de llevarnos al aeropuerto para regresar al hotel, nos hizo una parada en el lago Petén-Itza y la isla de Flores con un ambiente caribeño que sorprende porque es muy diferente al Altiplano. Esta diferencia se debe -parece ser- a su mayor relación con Belice -la antigua Honduras inglesa- que con Guatemala, por la ausencia de vías de comunicación hasta hace relativamente poco tiempo.  Alrededor del lago se ven hoteles e instalaciones turísticas para la gente que visita Tikal y descansa unos días por allí.





CARTAGENA DE INDIAS

Y para nosotros éste fue el final del viaje organizado. Al día siguiente tomábamos el avión rumbo a Cartagena de Indias para continuar con un ritmo mucho más relajado. Y el cambio se notó.


En Cartagena se respira un ambiente muy diferente al de Guatemala. Cartagena es caribeña, exuberante de colores, de arquitectura colonial, pero no recatada como la de Antigua, aquí los colores son vivos, casas volcadas hacia el exterior, con largos corredores de madera torneada, macetas con buganvillas multicolores, patios con columnas, fuentes y palmeras, antiguos claustros de casonas o monasterios, muchos convertidos ahora en hoteles. Cartagena es Caribe y se nota en el bullicio de sus calles, la viveza y el gracejo de su gente. Hay que callejear y callejear porque, dentro del recinto amurallado, no te cansas de ver calles, plazas, iglesias, palacios, rincones, comercios de artesanía, vendedores callejeros, mujeres de tez oscura (las “palanqueras”) vendiendo frutas tropicales vestidas con faldas de volantes y blusas que  reproducían los colores de la bandera colombiana. Pero también otras mujeres de tez más clara y formas exageradamente generosas enfundadas en pantalones y camisetas de lycra, unas cuantas tallas por debajo de lo razonable para sus carnes. Y, como no, calor húmedo, música salsa, animación, ganas de vivir…






Nosotros habíamos reservado habitación en el Hotel Casa del Curato (en donde nos quedamos tres noches), de precio razonable, porque los hoteles intramuros son bastante caros. Era una antigua casona colonial coqueta y muy bien situada. Sin embargo, aunque nuestra habitación era estupenda (la suite) la mayoría de las habitaciones daban al patio y parecían muy oscuras. Habíamos dudado entre este hotel y otro en la zona de la playa donde están la mayoría de las cadenas hoteleras. Afortunadamente reservamos en el Curato porque la zona de la playa (Bocagrande), a unos kilómetros de la muralla, no nos gustó nada. La playa más bien fea, toldos de plástico azul sobre unas tumbonas bastante cutres, nada que apeteciese quedarse allí. Y para pequeños presupuestos se puede buscar en la zona de Getsemaní, extramuros, pero contigua a la muralla. Es un barrio mucho más modesto, pero por donde se puede dar un paseo y comer en un sitio con muy buena cocina: La Cocina de Socorro. Allí tomamos un mero con arroz de coco y patacones (una variedad de plátanos aplastados y fritos) francamente bueno y a precio razonable, aunque no barato. Y para una celebración especial el restaurante del Hotel Santa Clara, al lado de nuestro hotel y enfrente de la casa de García Márquez, tiene una cocina de estilo francés francamente buena en un marco incomparable.






Casa de Gabriel García Márquez


PANAMÁ

Nuestra siguiente etapa fue Panamá. Habíamos reservado en el Hotel Tryp Centro, con una oferta estupenda. Es un buen hotel con buenas habitaciones y bien situado pero con un desastre de desayuno (que estaba incluido en el precio). Se supone que se encuentra en un barrio céntrico acomodado. Sin embargo el aspecto no lo reflejaba: cables por todos sitios, edificios feos, aceras desconchadas, suciedad en la calle…En fin, que  cuando se viene de Europa no es fácil encontrar una ciudad que te guste a primera vista. Después de esta pequeña decepción fuimos a dar una vuelta por la ciudad, muy extensa y con zonas muy diferenciadas. Bajamos hasta la bahía, atravesando un barrio residencial tranquilo y agradable hasta la cinta costera (avda. Balboa), una avenida ajardinada y bonita que recorre toda la bahía. En uno de los extremos, el barrio moderno de Punta Paitilla, un sorprendente conjunto de rascacielos -centro financiero del país- destinados a oficinas pero también a viviendas. Se ve que la ciudad tiene mucha actividad económica. Nos preguntábamos si serán capaces de ocupar todas esas viviendas y oficinas o se estará creando una burbuja inmobiliaria como en España.




En el otro extremo de la bahía está San Felipe, el barrio antiguo, uno y otro mirándose frente a frente, pasado y futuro, como el Bund y Pudong en Shanghai, pero mucho más alejados uno de otro. En el medio, jardines, paseos, mar, más allá el puerto pesquero y al final el casco viejo que están recuperando con mimo. Antiguas casonas de estilo colonial que se restauran para restaurantes, comercios, hoteles, alternan ahora con casas destartaladas de las que quedará solamente la fachada para llevar a cabo una restauración profunda y cara. Dentro de pocos años estará precioso. Pero eso será a costa de expulsar a los actuales moradores de esas casas medio cayendo. Personas con pocos recursos que ahora dan vida al barrio y ser verán obligadas a desplazarse a lugares anónimos y alejados de todo. Hoy quedan aún muchas pequeñas tiendas en las que se pueden comprar artesanías, fundamentalmente las “molas” de los indios Kuna y los famosos sombreros mal llamados  “panameños” (porque en realidad se hacen en Ecuador) a precios bastante más baratos que en el aeropuerto. Hay muchas calidades, pero por 20/30€ se puede comprar un sombrero de bastante mejor calidad que los que venden en el aeropuerto mucho más caros. Es agradable pasear por sus calles y plazas o sentarse en una terraza a tomar un zumo de frutas tropicales al atardecer. Para regresar al hotel cogimos un taxi que aquí no llevan taxímetro. Hay que preguntar antes el precio. La primera vez nos cobraron 6$, pero la segunda nos pedían 8$, al final quedó en 7$ (aquí todo se paga en dólares).





Otro día paseamos por la Av. Central, una calle muy comercial en el modesto barrio de Santa Ana. Nos habían dicho que no era muy recomendada para turistas pero no tuvimos  impresión de inseguridad en pleno día. Eso sí, es un comercio para locales, puestos callejeros con verduras y frutas, tiendas baratas con todo tipo de enseres, pequeños supermercados y una población multiracial porque Panamá es un país muy cosmopolita, con mucha mezcla, consecuencia de las obras del canal que atrajeron gente de muchos lugares: caribeños, chinos (hay un barrio chino entre San Felipe y Santa Ana), japoneses, indígenas de etnias diferentes, americanos, europeos y, naturalmente, criollos (descendientes de los españoles).


El día que dedicamos a la visita del canal cogimos un taxi y le pedimos que nos llevase antes a conocer el barrio de Balboa, al pie del cerro Ancón, hasta el que subimos para una vista panorámica de la ciudad. Este barrio forma parte de lo que ellos llaman “terrenos revertidos”, ocho kilómetros de tierras a cada lado del canal que fueron devueltos por EEUU a Panamá en 1999, junto con la gestión del propio canal. Es una zona bonita, con mucha vegetación y casas ajardinadas de lamas de madera blanca, en el típico estilo americano. Algunos edificios son ahora organismos oficiales mientras otros esperan aún a que se les dé un cometido.



Desde ciudad de Panamá lo normal es visitar el juego de esclusas de Miraflores. Hay un Centro de Visitantes con terrazas abalconadas desde donde se pueden observar cómo se abren y se cierran las esclusas para que los buques puedan transitar. En el precio de la entrada (15 $) está incluida una presentación en 3D de todo el complejo, y un museo que recorre la historia del canal. Iniciado por los franceses en el siglo XIX éstos se vieron obligados a abandonar las obras por imponderables como la fiebre amarilla que diezmó a miles de trabajadores y sus familias, además de una mala gestión. Tras ellos fue continuado por los norteamericanos, después de que de Panamá se independizase de Colombia, inaugurándose finalmente en 1914 bajo la gestión de Estados Unidos. En una de las salas hay una recreación del puesto de mando de un barco. Metidos allí se tiene la impresión de estar navegando por el canal, como si nos deslizásemos desde una altura imponente para hacerse una mejor idea de esta importantísima obra de ingeniería.




Después de la visita, el taxi nos llevó hasta lo que ellos consideran uno de los atractivos de la ciudad, el Causeway, una calzada que une tres pequeñas islas -más bien islotes- y que fue hecha con los materiales extraídos para la construcción del canal. Tiene buenas vistas sobre el skyline de los rascacielos de la ciudad, el casco antiguo, el puerto deportivo y el puente de las Américas que une los dos lados del país separados por el canal. Además de esto hay restaurantes y centros comerciales libres de impuestos para los extranjeros, siempre que lleven su pasaporte. Entramos en una de las tiendas y nos pareció que era como las todos los aeropuertos pero con una oferta más variada y mejores pecios que en el aeropuerto de Panamá.




KUNA YALA

Nuestra estancia en ciudad de Panamá tuvo un paréntesis para pasar unos días de relax absoluto en el archipiélago de San Blas, en el Caribe, recomendación de nuestra otra hija que le parecía lo más bonito que había visto nunca. El archipiélago está formado por 360 islas o islotes diminutos, todos ellos de arena fina, adornados con palmeras o cocoteros, con aguas turquesas o de un azul profundo y arrecifes que fueron calificados por la Unesco como uno de los  mejor conservados en la costa del Atlántico Noroeste. El nombre indígena de San Blas es Kuna Yala, territorio de los indios Kuna, aunque ellos detestan la denominación de “indios” porque dicen que sólo responde a un error de los conquistadores españoles. Los Kuna son uno de los pueblos precolombinos que ocupaban territorios situados entre las actuales Panamá y Colombia. Nuestra hija había estado en Isla Aguja que es el islote más cercano a la costa Panameña y por eso más masificado porque, como se puede ir allí en una simple barca, los fines de semana se llena de gente. En cualquier caso tampoco es tan grave porque desde allí se puede ir a otras islas en donde no hay nadie, lo que ocurre es que tampoco tienen infraestructuras. Por esa razón, buscando algo más de confort, nosotros fuimos a la isla de Yandup, bastante alejada de esa zona y a la que hay que ir en avioneta desde uno de los aeropuertos de ciudad de Panamá.


El vuelo interior salía a las 6h., y ya en la sala de espera se anuncia el color local al empezar a ver a las mujeres Kuna con sus llamativos trajes. Se parecen todas muchísimo: son bajitas, menudas, pelo negro y lacio, piel color miel, ojos oscuros, algunas llevan un amuleto de oro en la nariz, por la parte de dentro, y otras un tatuaje que divide la nariz en dos con una línea negra que sube desde el vértice hasta en entrecejo. Pero lo más vistoso son sus trajes de múltiples colores, una falda estampada hasta la rodilla, más bien recta y una blusa fina también estampada en la que cosen, tanto en la espalda como bajo el pecho, un paño con dibujos geométricos, animales o flores, hechos a base de superponer varias telas de distintos colores,  recortando la tela superior para darle la forma de dibujo deseado, y dejando que se vea la tela inferior, formando lo que se llaman “molas”. Es una técnica particular de la etnia Kuna y lo más típico de Panamá. Las encuentras por todos los sitios, también en Colombia (porque allí también hay Kunas) y los precios varían muchísimo, depende mucho del trabajo que lleven, el número de telas superpuestas, que sean antiguas, estado de conservación, etc. Además completan su atuendo con cientos de abalorios enhebrados formando dibujos geométricos y enroscados tanto en los brazos, desde la muñeca hasta el codo, como en las piernas, desde el tobillo hasta debajo de la rodilla, y para rematar el conjunto, un paño en la cabeza de color rojo con dibujos amarillos que algunas llevan atado a modo de pañoleta y otras suelto sobre los hombros.



Para ir a isla de Yandup la avioneta te deja en el aeropuerto de Playón Chico. Es el aeropuerto más pintoresco del mundo. Cuatro muros mal encalados cubiertos con hojas secas de palmera, equipajes que se pesan en una balanza colgados de un gancho, se apunta el peso de cada pasajero, unas sillas de playa sirven de sala de espera y la polivalente pista de aterrizaje la utilizan los niños durante el día como cancha de fútbol porque el aeropuerto sólo tiene actividad a primera hora de la mañana.




Desde el aeropuerto, te llevan en una barca hasta la isla, situada a unos quince minutos del aeropuerto. Más que una isla Yandup es un islote de algo más de 100m de largo por la mitad de ancho. Tiene un césped fuerte y compacto como el de los campos de golf que está salpicado de cocoteros, ocho cabañas, más una cabaña de servicios múltiples en donde se hacen las comidas porque allí naturalmente se está en régimen de pensión completa. La mitad de las cabañas (cuatro) están en tierra firme, frente un mar con olas y sin playa, y las otras cuatro, al otro lado de la isla, son palafitos en un mar mucho más tranquilo, más caribeño y al lado de la playita blanca, de aguas cristalinas, arenas coralinas, colores esmeralda y la más absoluta tranquilidad. El clima es tan dulce que nunca hay sensación de calor, pero tampoco de frío porque la brisa suave parece que acaricia y la temperatura del agua es ideal, no demasiado caliente al entrar pero estupenda para quedarse dentro todo el tiempo que se quiera. Pueden verse corales y peces con las gafas de buceo y descansar tranquilamente en una paz absoluta y sin ningún ruido -salvo los que la naturaleza hace- en tumbonas bajo un techo vegetal. Una sensación de relax total.




Las cabañas son bonitas pero creo que están poco acondicionadas para el precio que tiene el alojamiento (750$ tres noches con pensión completa, comida rica pero no abundante). Hay luz eléctrica gracias a los paneles solares que la isla tiene, pero no agua caliente, la limpieza era más bien descuidada y los textiles estaban ya un poco viejos. En el corredor que rodea la cabaña -con hamacas y mecedoras- se tiene la impresión de estar en un barco en medio del mar pero sin moverse, por lo que para mi gusto, perfecto.



En el precio están incluidas las excursiones. Amanece muy pronto, así que de 7h de la mañana a 8h. se sirve el desayuno. A las 9h30 suena una caracola anunciando la salida de la barca para llevarnos a otra isla para pasar un par de horas, hasta un poco antes de la hora de la comida que se sirve a las 13h. Nosotros fuimos el primer día pero después, los dos días siguientes, nos quedamos en nuestra isla para poder leer tranquilamente en las tumbonas porque en las otras no las había, claro, ya que eran islas desiertas, cada una de ellas propiedad de una o varias personas de la comunidad que vigilan para que nadie les robe los cocos que los colombianos vienen a comprar en grandes barcos y por los que pagan a 0’45$ cada uno.




Por las tardes la caracola volvía a llamar para otra excursión. Hicimos las tres: a los manglares en donde Tomy -el guía- nos explicó la relación de los Kunas con la naturaleza, cómo la respetan y la cuidan porque es la fuente de la vida, de ella extraen sus alimentos, sus medicamentos, los materiales para sus viviendas, y a ella regresan cuando se acaba la vida. Si se altera el ciclo se alterarían las condiciones de vida y ocurrirían las catástrofes, por eso ellos son preservacionistas, no quieren un turismo masivo, por ejemplo, que cambie este equilibrio que ellos mantienen.


Sus explicaciones en este mismo sentido continuaron el día que nos llevó a visitar su isla, Ukupseny, que se divisaba desde Yandup, separada únicamente del aeropuerto por un puente. A pesar del hacinamiento por falta de espacio no quieren expandirse hacia el continente. Cada vecino dispone de dos viviendas (más bien chozas), una para cocinar y la otra para dormir en hamacas toda la familia junta. Todo es sencillo y pobre. Así y todo disponen de un local vecinal para sus asambleas -porque son ellos los que gestionan la comunidad-, iglesias, una escuela (al lado del aeropuerto), una calle principal con un “restaurante” y alguna “tienda”. Por las calles las mujeres, vestidas todas con sus trajes kunas, exponían sus “molas” para venderlas (los precios eran más caros que en ciudad de Panamá). Sin embargo, los deseos de Tomy de preservar su cultura, su lengua y sus costumbres, están ya tremendamente amenazados. En este paseo por la isla, durante una fiesta que conmemoraba la revuelta de los Kunas de 1925 contra el ejército por intentar acabar con sus particularidades culturales, observamos que las niñas no se visten así, y las jóvenes ya van con tejanos y camisetas como en cualquier otro sitio. Además tienen un enemigo potentísimo: algunos niños jugaban con un móvil y en algún sitio se veían antenas de televisión. Y esas ventanas al mundo, a otro mundo que no es el suyo pero que acaba asimilándolo todo porque es tremendamente poderoso, disolverán poco a poco lo que lleva manteniéndose durante siglos. Pobre Tomy!




Al llegar a la isla nos llamó la atención las banderas que enarbolaban en postes y casas con motivo de la celebración: banderas españolas con una esvástica! Tomy nos explicó que se trataba de la bandera Kuna y que data precisamente de la revolución Kuna de 1925. La verdad es que resulta curioso, pero, naturalmente, nada que ver con la ideología nazi, más bien con otras civilizaciones que utilizaban la esvástica como símbolo.



La tercera excursión era la visita de su cementerio, situado en el continente. Primero atravesamos una especie de huerto con árboles de flores y frutas exóticas. Fue la primera vez que toqué la flor del algodón (tiene semillas en el interior del copo blanco). Después continuamos ascendiendo hacia una colina en la que empezaron a aparecer sus curiosas tumbas protegidas con una techumbre de hojas secas sujeta con postes de madera simulando una choza. Bajo la techumbre uno o varios montículos de tierra rojiza y sobre cada uno una tela, cubriendo la tumba propiamente dicha. Cuando alguien muere debe regresar a la naturaleza, madre sagrada de donde vienen, envueltos en la hamaca en donde durmieron durante toda su vida. En esa hamaca son trasladados, primero en barca y luego a hombros, hasta el cementerio donde serán enterrados en un habitáculo excavado en la tierra. En los extremos del hueco hay dos estacas de donde se cuelga la hamaca hacia el interior de la tierra, sin tocar ni el suelo ni las paredes. Sobre la hamaca ponen unas tablas para colocar enseres personales como platos o cazos que le permitan alimentarse durante su viaje a la otra vida y todo ello cubierto de tierra formando un montículo sobre el que se coloca la tela sujeta con piedras. El cementerio -extensísimo- impresiona por su sencillez exenta de religiosidad. Sólo la madre naturaleza.



Al día siguiente, muy temprano en la mañana regresábamos a ciudad de Panamá para acabar el viaje. Sin duda lo que más nos quedará grabado será está pequeña estancia en Kuna Yala, los colores del Altiplano guatemalteco, la gracia de Cartagena de Indias, el encanto de Antigua y la majestuosidad de Tikal. Pero todo el viaje estuvo lleno de impresiones diferentes unas de otras. Países distintos pero con el nexo común de culturas precolombinas tamizadas por las influencias europeas. Como siempre viajar es conocer, comprender  y cambiar de óptica, una fuente de experiencias inagotable.