Costa Amalfitana

Concluida nuestra estancia en Nápoles, continuamos con la visita a la costa amalfitana, tal como teníamos previsto. Después de barajar varias posibilidades habíamos decidido alojarnos en Sorrento esos tres días, en Villa Oriana que tenía –con razón- muy buenas críticas. Tiene unas vistas impresionantes sobre el Vesubio, la bahía, Sorrento y el jardín de la finca lleno de naranjos y limoneros que son aquí el árbol de culto. Hay limones y sus derivados por todas partes de esta costa. La dueña de este pequeño resort -la señora María, como la llama el personal- prepara cada día para desayunar varias tartas dulces y saladas, además naturalmente de las mermeladas que hacen con los frutos del jardín: mandarinas, naranjas y limones que también venden. El sitio es estupendo, las vistas preciosas, nuestra habitación fenomenal y todo el personal es de una amabilidad exquisita. Pero tiene un problema. Hay que tener coche porque si no resulta muy incómodo: la Villa está situada en una colina, justo entre Sant´Agnello y Sorrento, de tal modo que para ir al centro de Sorrento tardábamos 25 minutos a pie bajando y claro, la vuelta, cuesta arriba, por la noche, después de cenar, la hacíamos en taxi y toda esta zona es cara, bastante más cara que Nápoles, o sea que la tarifa del taxi también.




Sorrento es una localidad pequeña, bonita, con una parte antigua llena de tiendas destinadas al turismo. Se ven hoteles, ahora un tanto decadentes, que debieron ser muy elegantes en su momento, cuando era un popular destino ya entre los viajeros del siglo XVIII cuando el llamado “Grand Tour” -viaje iniciático de los afortunados jóvenes adinerados de la alta sociedad europea, visitando  fundamentalmente Italia durante meses o años- formaba parte de su formación. Situada sobre un acantilado a muchos metros sobre el nivel del mar me resulta muy incómoda como lugar de veraneo: las dos playas son muy pequeñas, de arena gruesa de color gris y además hay que llegar hasta ellas a través de muchas escaleras, pero claro lo malo es subir… Y este problema se repite en todas las localidades de la costa amalfitana porque, tanto Amalfi como Positano, aunque llegan hasta el nivel del mar, las poblaciones van subiendo colina arriba, con casas que parecen colgadas sobre el mar, de tal manera que para visitarlas -y por supuesto si se pasan unos días allí- hay que subir y bajar constantemente. Por eso supongo que la fama que tiene esta costa es por su belleza natural: montañas escarpadas, acantilados que descienden casi en vertical hasta el mar, pero playas escasas, pequeñas y oscuras. Así que entiendo que es más para ver que para estar.







Con todo, el autobús que cogimos en Sorrento para recorrer la ruta amalfitana estaba absolutamente lleno e incluso había viajeros que fueron de pie hasta Positano, la localidad más próxima a Sorrento. La carretera es muy sinuosa y estrecha, siguiendo el escarpado acantilado de la bahía, razón por la cual preferimos no alquilar coche y movernos en el transporte público. Comprando un billete válido para todo el día de la compañia "costiera sita sud" (8€) se puede subir y bajar cuantas veces se desee de los autobuses locales e ir recorriendo los diferentes lugares al ritmo que uno desee, sin necesidad de estar pendientes del complicado tráfico (en algunos tramos es necesario detenerse para que puedan pasar los autobuses) y, sobretodo, de la dificilísima tarea de encontrar aparcamiento. 

Es mejor ir primero hasta Amalfi que es la localidad más importante, bonita, animada, mucha tienda, bonita catedral fundada en el siglo IX y una importante historia por haber sido en su momento una potencia marítima que llegó a rivalizar con Venecia y Génova. Pero es mejor dejar la visita para la vuelta y coger nada más llegar el autobús para Ravello para verlo con la luz del mediodía. Hay tiempo en un día para ver los tres pueblos y volver a Sorrento.






Ravello es una preciosidad. Estuvo muy vinculado a Amalfi durante la Edad Media. Encaramado en un alto sobre el mar, es pequeño, antiguo, tranquilo (al menos ahora, supongo que en verano no). Hay que pasear por sus calles estrechas y descubrir sus edificios con elementos arabizantes, sus patios y sobre todo sus vistas sobre la costa. Y no dejar de visitar la joya de Villa Rufolo, un antiguo palacio construido en los siglos XIII y XIV y comprada en el XIX por un escocés que se prendó de ella y la remodeló conservando sus elementos árabes. Son famosos sus jardines, en donde se celebran cada año los conciertos del festival de Ravello en un marco inigualable. Lo que me pregunto es donde aparcarán los coches porque ahora, en marzo, la carretera imposible que comunica estas poblaciones ya tenía kilómetros de coches aparcados…





A la vuelta de Ravello visitamos Amalfi tal como habíamos previsto y continuamos después hasta Positano cuyas casas se organizaron como un libro abierto sobre un atril. La estampa del conjunto es muy bonita: construcciones de tonos pastel unas encima de otras descendiendo por las dos laderas hasta el nivel del mar. Las vistas preciosas sobre la costa de aguas tranquilas, tonos azules y pinos mediterráneos de enormes copas están en la parte media y alta y a medida que vas bajando el pueblo se llena de tiendas para turistas, bares y cafeterías. Todo pensado para el turismo que debe ser desbordante en verano. Al final pienso que es más bonito desde fuera que desde dentro como ocurre con los pueblos blancos andaluces.




El último día estaba destinado a la visita de Capri. Desgraciadamente ese día amaneció nublado, frío, lluvioso, ventoso y con la mar picada. No nos pareció oportuno coger el barco hasta Capri. Así que pasamos un último día relajados en Sorrento y dejamos algo sin ver para de esta manera tener la excusa del regreso. Capri seguirá siempre ahí y quizá nosotros volveremos algún día por estas tierras costeras tan bonitas. Nunca se sabe.